Tribunal Supremo
La querella donde empezó todo: Pablo Llarena y Manuel Marchena, los grandes protagonistas
La respuesta penal al desafío soberanista en Cataluña ha tenido a dos protagonistas indiscutibles: Pablo Llarena, instructor de la causa, y Manuel Marchena, presidente del tribunal
La sentencia del “procés” supone la culminación a dos años de actuación de la justicia penal contra los líderes del plan secesionista en Cataluña, que se puso en marcha tras las reiteradas resoluciones del Tribunal Constitucional de los meses previos suspendiendo primero, y anulando después, los intentos del Parlament de alumbrar unas leyes de desconexión del resto de España que culminaron con la convocatoria del referéndum secesionista del 1 de octubre de 2017 por parte del Gobierno de Carles Puigdemont.
Aunque las primeras causas relacionadas con el “procés” se abrieron en el Juzgado de Instrucción número 13 de Barcelona, con los preparativos del 1-O en el punto de mira, y en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), en este caso con los miembros de la Mesa del Parlament imputados por desobediencia, la respuesta penal al desafío independentista adquirió su verdadera dimensión con la presentación por parte del entonces fiscal general José Manuel Maza, ya fallecido, de sendas querellas por rebelión, sedición, malversación y desobediencia contra Puigdemont y los trece integrantes de su Ejecutivo y contra la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, y cinco miembros de la Mesa de la Cámara autonómica, a quienes señalaba por promover un “movimiento de insurrección activa entre la población” con la independencia como objetivo. Fue el propio Maza el que firmó las denuncias y las anunció públicamente apenas tres días después de la declaración unilateral de independencia proclamada en el Parlament.
Ambos procedimientos aún estaban en manos de tribunales distintos: la Audiencia Nacional (donde la Fiscalía había abierto meses atrás diligencias para investigar la deriva soberanista) y el TSJ de Cataluña, pero sería por poco tiempo, porque el Tribunal Supremo estaba a punto de aglutinar el grueso de la instrucción.
Antes de que ese hecho se produjese, fue la juez de la Audiencia Nacional Carmen Lamela la encargada de adoptar las primeras decisiones de calado penal, al acordar el ingreso en prisión de los líderes soberanistas de ANV y Òmnium Cultural Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, respectivamente, el 16 de octubre de 2017 por su supuesta responsabilidad en los altercados durante los registros de la Consejería de Economía un mes atrás, una medida que, de no hacerse pública la sentencia, debería ser prorrogada ahora al cumplirse los dos años de plazo. El mayor de los Mossos, Josep Lluís Trapero, quedó en libertad con medidas cautelares.
Los próximos movimientos judiciales iban a estrechar el cerco contra dos de los principales actores institucionales del “procés”: la Generalitat y el Parlament. Tras reclamar al TSJ de Cataluña la causa contra Forcadell y otros cinco miembros de la Mesa, el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena los citó a declarar como investigados, al igual que hizo en la Audiencia Nacional la juez Carmen Lamela con Puigdemont y sus consellers.
Las comparecencias de todos ellos se fijaron para el 2 y 3 de noviembre pero antes de llegar esa fecha, Puigdemont se dio a la fuga y cruzó la frontera para refugiarse en Bruselas acompañado de cuatro de sus consejeros. Con el ex president (cesado en aplicación del artículo 155 de la Constitución) en rebeldía, las comparecencia concluyeron con la prisión provisional de Junqueras y el resto de ex consellers investigados. Mejor suerte corrió Forcadell, quien tras un paso efímero por prisión quedó en libertad al pagar los 150.000 euros de fianza impuestos por el juez Llarena.
Ya a finales de noviembre, sería precisamente el Tribunal Supremo el que terminase por asumir toda la investigación del “procés” -a excepción de la causa contra Trapero y la ex cúpula política de los Mossos, que continuó en la Audiencia Naciona- argumentando que los hechos imputados al Govern, a los miembros del Parlament y a “los Jordis” eran “inescindibles”. A partir de ese momento, el juez Llarena se convertiría en el blanco de las iras del independentismo radical, que no dudó en instigar una campaña de hostigamiento contra él que se tradujo en pintadas amenazantes en su vivienda e incluso en actos de acoso cuando, por ejemplo, fue sorprendido cenando en un restaurante de Gerona.
El cambio de tribunal concedió a Oriol Junqueras y al resto de investigados una segunda oportunidad para lograr su libertad con la comparecencia, un mes despues, ante el juez Llarena. Pero el magistrado del Supremo solo permitió salir de la cárcel, tras el pago de una fianza de 100.000 euros, a seis antiguos integrantes del Ejecutivo de Puigdemont. Tanto Junqueras como “los Jordis” y el que fuera titular de Interior Joaquim Forn continuaron en prisión, una medida que se ha mantenido hasta ahora pese a los reiterados intentos de sus defensas reclamando su libertad. En su resolución, el magistrado les responsabilizaba de una estrategia que había derivado en una “explosión violencia” durante los registros del 20-S y esgrimía el riesgo de reiteración delictiva para mantenerlos en prisión.
Las elecciones en Cataluña el 21-D abrieron un nuevo frente judicial por la intentona independentista de investir a toda costa, incluso a distancia, a Puigdemont como presidente de la Generalitat. Ya con la vista puesta en Estrasburgo, la defensa del ex president y del resto de presos electos puso sobre la mesa el ejercicio del derecho a la representación política, al que tan sensible es el Tribunal de Derechos Humanos, para intentar una investidura telemática que el Tribunal Constitucional se encargó de prohibir. El hándicap de Puigdemont, como durante todos esos meses, es la convicción de que si pone un pie en España será detenido. En las convocatorias electorales que vendrían después, la estrategia se repitió acompañada de sucesivas peticiones de libertad para participar en la campaña electoral y, una vez electos, tomar posesión de sus cargos, un pulso que se mantuvo incluso con el juicio ya en marcha.
En febrero de 2018, la portavoz de la CUP, Anna Gabriel, siguió el ejemplo del ex president y dejó plantado al Tribunal Supremo refugiándose en Suiza, ampliando a seis la nómina de fugados en la causa. No sería la última.
Marzo no sería un mes más en la cronología de la respuesta judicial al “procés”. La secretaria general de ERC, Marta Rovira, también dio la espantada y huyó a Suiza. Los que sí comparecieron ante Llarena -Forcadell, Jordi Turull, por entonces candidato a la Presidencia de la Generalitat tras la renuncia de Puigdemont, y otros tres ex consellers- volvieron a ingresar en prisión por riesgo de fuga.
Pero la noticia más inesperada se produjo 24 horas después con la detención en Alemania de Puigdemont cuando regresaba a Bruselas desde Helsinki, lo que parecía anticipar la entrega a España del ex presidente de la Generalitat. Nada más lejos. Mientras se tramitaba la OEDE, con Puigdemont en libertad, Bélgica rechazaba la extradición de los consellers huidos por supuestos defectos de forma. Un revés que se vería amplificado en julio de 2018, cuando la Justicia alemana acordó entregar al líder independentista pero únicamente por el delito de malversación, y no por rebelión. Llarena no podía admitir que una jurisdicción de otro país descafeinara el objeto del proceso y decidió finalmente retirar la euroorden, no solo contra Puigdemont, sino también contra los consellers fugados. El tercer asalto se jugará, seguramente, con la sentencia ya en la mano.
En julio, el juez Llarena cerraba la instrucción y declaraba en rebeldía a Puigdemont y al resto de huidos. Cinco meses después, y con los líderes independentistas ya ingresados en cárceles catalanas, se produjo el inesperado cambio de criterio de la Abogacía del Estado, que en su escrito de calificación provisional rebajó a sedición su acusación, desmarcándose así de la Fiscalía y de la acusación popular que ejercía Vox. El cambio de rumbo -que le costó el puesto al abogado del Estado encargado del caso, Edmundo Bal- se produjo mientras se sucedían las exigencias independentistas al Gobierno de Pedro Sánchez de un “gesto” para dar el sí a los presupuestos.
Tras una huelga de hambre de cuatro de los políticos presos y las frustradas recusaciones de sus defensas de varios integrantes del tribunal, a final de año se celebró la vista de cuestiones previas, la última oportunidad de los acusados de retrasar al juicio. Como era de esperar, sus abogados esgrimieron una batería de presuntas vulneraciones de derechos fundamentales que no impidieron que se señalara el comienzo de la vista para el pasado 12 de febrero.
Durante cuatro meses, el salón de plenos del Tribunal Supremo acogió uno de los juicios más trascendentales de la historia reciente y, sin duda, el que más revuelo político generó a su alrededor. El banquillo de los acusados y el desfile de los casi 300 testigos -desde el ex presidente del Gobierno Mariano Rajoy pasando por ex ministros, ex presidentes de la Generalitat, dirigentes políticos de uno y otro signo y altos mandos policiales- amplificaba todo lo que pasaba en la vista, que además pudo ser seguida en directo durante todas y cada una de sus sesiones.
El presidente del tribunal, Manuel Marchena, se convirtió a partir de entonces en el centro de todas las miradas. Su labor se escrutó con lupa, sometido diariamente a juicios paralelos del independentismo, empeñado en deslegitimar la labor del Supremo. Consciente de que no era solo la imagen del Tribunal Supremo la que se sometía a veredicto -sino que era ni más ni menos que la Justicia española la que se jugaba su credibilidad ante la opinión, pública y publicada, internacional-, el magistrado tuvo que recurrir a toda su experiencia y solidez jurídica para salir airoso del trance, sin duda el mayor reto de su carrera, algo que según reconocían fuentes del Alto Tribunal, terminó siendo “extenuante”.
Uno de sus grandes desafíos fue impedir que los testimonios de los testigos cruzasen los lindes del objeto del proceso para internarse en la refriega política. Los esfuerzos por intentarlo fueron ímprobos y recurrentes por parte de algunos testigos, pero Marchena consiguió mantener extramuros del salón de plenos las valoraciones políticas periféricas a los hechos que se juzgaron.
En el cuaderno de bitácora del juicio queda también grabado el alegato del fiscal Javier Zaragoza, quien contrarrestó con contundencia el relato secesionista elevando aún más el listón del objeto de la vista al calificarla de “juicio en defensa de la democracia española y del orden constitucional”. Y, descollando entre algunas intervenciones de innecesarios tintes mitineros, en la bancada de las defensas sobresalió el rigor profesional del abogado de Forn, Javier Melero, quien orilló las proclamas políticas en busca de “likes” y dejó sobrada constancia de su exhaustivo conocimiento del derecho.
Visto para sentencia el juicio tras cuatro meses de sesiones, las deliberaciones se han sucedido desde ese 12 de junio entre los siete miembros del tribunal, 121 días en los que se ha ido pergeñando, con hermetismo a la altura de la trascendencia jurídica y política del fallo, la resolución que, como reconocían fuentes del tribunal, no resolverá la situación en Cataluña, pero sin duda condicionará su horizonte político.
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