Política

Cristina López Schlichting

Mamá, quiero ser demócrata

Conviene en estos días de libertad recordar a una generación de mujeres que caldeó para sus hijas y nietas la esperanza de una mayor cultura y autonomía

Diputadas de UCD en 1979. Desde las primeras elecciones, las mujeres han multiplicado por seis su presencia en el Congreso
Diputadas de UCD en 1979. Desde las primeras elecciones, las mujeres han multiplicado por seis su presencia en el Congresolarazon

Conviene en estos días de libertad recordar a una generación de mujeres que caldeó para sus hijas y nietas la esperanza de una mayor cultura y autonomía.

Mucho antes de la Constitución, antes incluso de la muerte de Franco, hubo una revolución silenciosa protagonizada por nuestras madres. Las que empezaron a salir de sus casas para vender Avón o Tupperware.

Los años 40 y 50 habían sido durísimos para España, sumida en la autarquía. El resto de Europa prosperó y se recuperó. Pero nuestro país tiró como pudo de las ruinas de la guerra civil, a solas. En los sesenta, el turismo despegó, la industria de la construcción también, la del automóvil. Los trabajadores accedieron a los primeros utilitarios y pudieron pagar una letra de hipoteca. Llegaron las series extranjeras a la televisión, las películas nos conectaron con el sueño americano. España empezó a otear el horizonte.

Pero la mujer, que había sido obrera durante la revolución industrial y empleada antes de la guerra, regresó en general a la casa. Los hombres volvieron del frente y ocuparon los puestos de trabajo. Había que criar hijos, muchos hijos. Como mucho, las mujeres trabajaban hasta que se casaban. Después, era un desdoro para el varón no ser capaz de «mantener a la familia». La española educó a los hijos, atendió el hogar, se ocupó de los ancianos y los enfermos. La ley favorecía su tutela por parte del padre y del esposo.

Para llegar a la Constitución del 78, que reconoció la total igualdad de hombres y mujeres, fue precisa una generación de chicas anhelantes de cambios. Ésas fueron nuestras madres. Las que acudieron por primera vez al veraneo en las playas y vieron a las turistas y copiaron trajes de baño y –las más audaces– bikinis. Las que empezaron a fumar desafiando las convenciones y se arriesgaron a escuchar de Manolo Escobar: «No me gusta que, a los toros, te pongas la minifalda...». Chicas que no pudieron viajar al extranjero pero comenzaron a idear formas de aportar económicamente al hogar. Unas cosían con la Singer, otras cogían los puntos corridos de las medias, otras convencieron al marido de que hacer reuniones de mujeres para la venta a domicilio de ollas, recipientes de plástico, cosméticos, era ventajoso para los ahorros domésticos.

En el corazón de estas mujeres se empezó a larvar un secreto deseo, algo hermoso e inconfesable: comenzaron a imaginar una vida distinta para sus hijas, con estudios, independencia económica, posibilidades de viajes y libertad. Y de una forma cotidiana y discreta empezaron a inculcar en sus pequeñas la necesidad de aspirar a algo más que a conquistar a los chicos y pillar un buen esposo.

Una cierta holgura económica consiguió, con la universalización de la enseñanza, que no hubiese que dejar de estudiar para aportar en casa. Toda una generación de crías entramos en los colegios al mismo ritmo que los varones. En casa y en la escuela se les hablaba de convertirse en enfermeras, médicos, abogadas, maestras. Ha sido menospreciada la inmensa tarea emancipadora realizada por las monjas, las religiosas de cientos de congregaciones que fueron un estímulo para tantas chicas. Como los colegios no eran mixtos pudimos crecer con la evidencia ante los ojos de que las mujeres no necesitaban a los hombres para dirigir sus escuelas, administrarlas, ejercer la autoridad y educar. Si las monjas podían hacerlo todo solas, ¿qué no podríamos conseguir nosotras? Las religiosas fueron, en ciertos aspectos, las más libres de las mujeres que nacieron antes y durante la guerra civil. Se iban de casa pronto y se organizaban sin tutelas masculinas. Tenían una vida cumplida sin ajustarse al arquetipo de madre con hijos. Trabajaban. Salían a lugares lejanos de misión: África, América, Asia. Cuando regresaban y contaban sus andanzas, nos dejaban con la boca abierta ante sus aventuras.

Las mujeres educadas por ellas llenaron las universidades, los sindicatos, los partidos, los movimientos culturales. Ya no eran pioneras en mitad de la nada, como sus abuelas. No necesitaban disfrazarse de hombre para acudir a las clases universitarias, como Concepción Arenal. Ni escribir bajo pseudónimo, ni poner el nombre de los maridos en sus libros. Ya eran muchas. Cuando Franco murió, las facultades estaban llenas de señoritas que participaban en los tardíos coletazos españoles de 1968 (que aquí fueron en 1973), hacían huelga, militaban en los partidos, incluso –por desgracia– se incorporaron al Frap, al Grapo, a ETA. Tardarían mucho en alcanzar las cúpulas de los partidos de forma paritaria, ser jueces o médicos a mansalva, y aún hoy no han alcanzado los consejos de administración ni las gerencias de las empresas ni al 50 por 100, pero algunas sí desempeñaron puestos relevantes en la Transición. Tanto en las formaciones políticas como en los medios. Ellas presionaron para que se reconociesen nuestros derechos por ley, para que nadie tuviese que autorizar nuestros movimientos, para que en todo se nos reconociese la autonomía y capacidad que demostrábamos.

En los sesenta y los setenta el feminismo fue generando corrientes dispares. Como en el resto de Occidente, el aborto fue esgrimido como un derecho, negando el del varón sobre el hijo, o la preeminencia del derecho a la vida. La izquierda acabó legislando la posibilidad de extirpar el embrión del útero. Después llegó la ideología de género. Son, a mi humilde juicio, confusiones entre la moral y la política. Intentos de revestir graves y malas decisiones personales de legitimidad. Pero, por debajo de los posibles errores, hubo una batalla justa y hermosa, que prosigue.

En estos día de libertad femenina española conviene, en el aniversario de la Constitución de 1978, recordar a nuestras madres y abuelas. A esas mujeres que se desvencijaron fregando y limpiando mocos, que vivieron en la discreción de sus casas, que jamás reclamaron títulos ni honores. Ésas que nos pusieron la merienda y bajaron la radio para que pudiésemos estudiar. Las que miraban sorprendidas a las extranjeras y luego las fueron imitando tímidamente. Las que, en lo arcano de sus corazones, caldearon para sus hijas y nietas la esperanza de una mayor cultura y autonomía. Gracias, muchas gracias.