Opinión

Muro de mentiras

Si el votante supiera que las afirmaciones del presidente son fiables, la política española gozaría de mayor solidez

(L-R) Spain's Prime minister Pedro Sanchez, European Council President Charles Michel, and European Commission President Ursula von der Leyen give the final press conference of the European Council in Brussels, Belgium.
Pedro Sánchez, con Charles Michel y Ursula von der Leyen, presidentes del Consejo Europeo y de la Comisión Europea, respectivamenteOLIVIER HOSLETAgencia EFE

Es un clásico el texto de Hannah Arendt sobre la mentira en política, escrito cuando los papeles del Pentágono fueron publicados por el New York Times en 1971. El ensayo es de una vigencia sorprendente aplicado a los movimientos de la política española del último año. Entre sus observaciones, Arendt menciona que la mentira no se desliza en la política por algún accidente de la iniquidad humana. Por eso, no es probable que podamos hacerla desaparecer solo con el sentimiento de la afrenta moral. La pura mentira, utilizada para fines políticos, nos ha acompañado en toda la Historia humana. La sinceridad nunca ha figurado entre las virtudes políticas y las mentiras han sido consideradas en los tratos políticos como medios eficaces.

Sabemos que tenemos un presidente con afición a mentir. Los episodios consecutivos que ha protagonizado muestran que promete cosas que el votante no tiene manera de saber si le anima alguna intención de cumplirlas. Ese es el principal contratiempo: el foso de credibilidad. Si el votante supiera que las afirmaciones de presidencia son fiables, –estuviera de acuerdo o en desacuerdo con ellas– sería practicable que la vida política española gozara de mayor solidez.

Ese es el problema que han podido comprobar de cerca los miembros de la UE en el breve tiempo que Sánchez ha protagonizado la presidencia rotatoria de la unión. Porque sucederá siempre que el mentiroso –que puede salir adelante con cualquier número de mentiras individualizadas para casos particulares– hallará imposible imponer la mentira como principio constante y eterno de la sociedad. Siempre se llega a un punto, en política, más allá del cual la mentira se torna contraproducente.

Es lo que le está sucediendo ahora al actual Gobierno en sus tratos con los separatistas. Necesitaba siete votos para gobernar y decidió acercarse a ellos para conseguirlos, incluso al precio de prometerles borrar sus condenas por haber intentado saltarse las leyes. Creyó que la mentira de la supuesta reconciliación iba a bastar para justificar su maniobra. Pero las cosas son mucho más complicadas: los concejales navarros lo demuestran.

Por desconocimiento o mal asesoramiento sobre las características profundas de la ultraderecha xenófoba regional, no supo con quién trataba y es, hasta un grado bastante aterrador, comprobar cómo pueden entrar en bucle y concomitancia dos maneras bastante similares de abordar las estrategias políticas con extravagantes dimensiones de insinceridad. Porque precisamente uno de los grandes problemas de lo que se dio en llamar el «procés» independentista en 2017 fue que en Cataluña se dijeron un montón de mentiras. Recordemos desde Marta Rovira, teniendo que ser desmentida nada menos que por el propio lendakari vasco, a Jordi Turull falsificando cifras de heridos. O el propio Puigdemont, prometiendo una república que él mismo desmentía a los cuarenta segundos.

Precisamente ahora que esos políticos de modos discutibles iban a pasar a la insignificancia y los catalanes teníamos al menos la posibilidad de verlos sustituidos por caras nuevas, Sánchez los revitaliza en la vida política con la idea de rehabilitarlos para sus propios propósitos de poder. La tendencia del presidente de asesorarse con perfiles del tipo Iván Redondo o Félix Bolaños –que entienden la política como una variedad de las relaciones públicas y aceptan esa creencia con todas las premisas psicológicas subyacentes– agrava las cosas. Porque, como bien recuerda Arendt, las relaciones públicas son sólo una variedad de la publicidad. Y es bien sabido que, en publicidad, a la mentira se le llama eufemísticamente exageración.

Pero la verdad no puede eliminarse por las buenas, ni siquiera en política. No es posible eliminar del mundo un hecho factual solo porque consigas convencer a un número suficiente de gente de su supuesta inexistencia. Incluso inconscientemente, la verdad nos importa a los humanos porque es cómo aprendemos de la experiencia. En ausencia de la idea de la verdad, seríamos incapaces de distinguir entre lo que de hecho sucede y lo que dicen que sucede aquellos que están en el poder.

Cualquier gobernante puede levantar un muro de mentiras. Pero toda obra de ingeniería levantada, ladrillo a ladrillo, por una mente humana puede ser desmontada, también ladrillo a ladrillo, por otras mentes humanas. Sobre todo, cuando una gran parte de la sociedad está en la tarea.