28-M
El País de Nomeacuerdo
Cuando alguien desde el poder empieza a adjetivar la memoria es porque quiere que unas cosas se recuerden y otras no
Empezar a permitirse a uno mismo ponerle adjetivos a la memoria es, en el fondo, perderla: memoria histórica, memoria democrática, memoria buenista, memoria selectiva, etc. Cuando se intenta adjetivar a este tipo de cosas, no duden nunca ustedes que se hallan siempre ante un intento de discriminación. Porque –lo sabemos los escritores– adjetivar no es otra cosa al cabo que juzgar. De hecho, en los diccionarios, para definir las cosas, lo primero que se hace es separar sus características, discriminarlas; a través de adjetivos y frases de relativo.
Cuando alguien desde el poder empieza a adjetivar la memoria es porque quiere que unas cosas se recuerden y otras no según sus conveniencias y necesidades políticas. Tengo en mente una película argentina que se filmó al final de la dictadura de Videla titulada «La Historia Oficial». En ella, se contaba como el poder político imponía en una sociedad concreta un relato de hechos inmediatos, expurgados de los episodios poco edificantes o comprometedores para ese poder. Los contenidos de la memoria, sin embargo, no pueden jamás expurgarse, esta es siempre individual y proviene de la experiencia propia e intransferible. La memoria se puede compartir, pero no discriminar. Los crímenes hay que recordarlos todos. No se puede aspirar intelectualmente a que haya unos crímenes dignos de recordar y otros no, cubiertos con un manto de silencio.
Por eso, sorprende que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, pueda pensar ilusamente que la sociedad española va a aceptar con mansedumbre su torpe intento de acordarse repetidamente de crímenes muy lejanos y pasar de puntillas sobre los crímenes más recientes. La memoria individual es multitudinaria, innumerable y poderosa. Y solo una ínfima parte de los muy sectarios pueden llegar a creerse que fuera el PSOE quien acabó con el terrorismo. En este país, salimos un día a la calle y nos la encontramos llena de los que protestaban por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Eran gente de todos los partidos y de diferentes ideologías. Gracias a ellos y al trabajo de los investigadores y policías se fue cercando, paso tras paso, a los criminales.
Sánchez necesita todos los votos de todas las izquierdas (incluso los de la izquierda reaccionaria) si quiere llegar a alguna parte en las próximas elecciones. Por ello, piensa que debe buscar también los de aquella izquierda manchada por haber crecido a la sombra del asesinato y del crimen de ETA. Pero es un regalo envenenado para él tener que reconocer que gozará del apoyo político de gente que ha matado. Y no creo que hacerse el héroe de cartón, asegurando hiperbólicamente que fue él quien acabó casi personalmente con el terrorismo, vaya a servirle de mucho. Si su credibilidad ya es escasa para lo mayor, no va a serlo para lo menor.
Lo verdaderamente interesante de todo este asunto es la rectificación sobre la marcha de los de Bildu al respecto de sus listas. Si finalmente cumplen lo que están diciendo, sería fundamental saber por qué lo han hecho: si por simple estrategia coyuntural (y su pensamiento de fondo no ha cambiado); o bien porque se abre paso en ellos la conciencia de que debe darse un relevo generacional y abandonar la representación política todos aquellos que estuvieron relacionados con los crímenes ideológicos. Lo peor de aquella época del País Vasco fue un clima moral que otorgaba socialmente, de una manera delirante, prestigio al asesinato político. Si ese segundo movimiento estuviera empezando a darse en un mundo tan sectario e inmovilista como del que hablamos, eso sería un hecho señalado. Ahora bien, tengan por cierto que el precio que los que delinquieron les obligarán a pagar a sus herederos a cambio de su retiro público será que siempre justifiquen intelectualmente sus crímenes. Y si es macabro un asesino, más grotesco es todavía quien lo justifica intelectualmente.
Si Sánchez quiere formar parte de esa tropa, su insinceridad con la memoria es imprescindible, y él sabrá si le va a rendir en las urnas. Pero entonces que no se queje si, al igual que en el final de la película argentina, oye que le cantan el sonsonete de «El País de Nomeacuerdo», la famosa canción de María Elena Walsh.
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