Rebeca Argudo

Sánchez ya se ve presidente

Se acabó la sesión con un Feijóo reforzado como líder de una oposición que se antoja firme en lo que nos une. Y con el líder del PSOE convencido de su investidura

A Feijóo le han aplaudido en pie los suyos, ni un aplauso más ni uno menos, al grito de “presidente” al acabar la sesión. El resultado hoy, previsible y sin sorpresas. Si hay una teoría que dice, y si no es así me lo invento, que en los primeros minutos de una película puede uno ya extraer, a poca atención que preste, la sinopsis de lo que viene, estas sesiones lo han sido de la legislatura: una áspera sin posibilidad de encuentro, sin diálogo. Ningún grupo, ni siquiera los que se dan apoyo, aplaudía el discurso de otro. Ni en las ideas compartidas. Únicamente Alberto Catalán, de UPN, con un discurso breve y directo, señalando a ETA como lo que fue y acusando al gobierno de blanquearla, reafirmándose en su apoyo al candidato del PP, ha conseguido arrancar los aplausos de otras formaciones. Una legislatura, auguro, bronca y desabrida, y que, parece, no va a llegar nunca. Porque empezamos de nuevo. Ahora Pedro Sánchez deberá calcular si es factible su candidatura, que él está seguro de que sí así, sin cálculos. Lo sabe. Y si alguien sabe que lo improbable solo es más difícil, que no imposible, ese es Sánchez. Su trayectoria le avala: fue el primer candidato en presentarse a una investidura sin ganar las elecciones, y el primero en salir de allí sin ser proclamado presidente, obtuvo el peor resultado del PSOE en las urnas, se vio obligado a abandonar partido y el escaño y, a los seis meses y con medio partido en su contra, era elegido secretario general. Ya como presidente, tras la moción de censura a Rajoy y sin convocar las elecciones como prometía, tuvo que adelantarlas al verse incapaz de sacar adelante los presupuestos generales. Como candidato no pudo formar gobierno, se disolvieron las cortes, fuimos de nuevo a elecciones. Esta vez lo solucionó pactando con los que nunca pactaría porque no podría dormir tranquilo.

Y ahora, tras comprobar que puede roncar a pierna suelta pacte con quien pacte e impermeable a la estadística, ahí está. Convencido de que otra vez la improbabilidad juega a su favor y dispuesto a faltar, de nuevo, a su palabra. Porque el príncipe no puede ni debe cumplir la palabra dada si eso le perjudica y si desaparecieron los motivos de su promesa dada. Palabra es de Nicolás Maquiavelo. Y cumplir su palabra hoy le perjudica, porque se quedaría sin los votos prometidos por fugados y herederos del terror, imprescindibles para mantenerse en la poltrona presidencial. Y desaparecieron los motivos de su promesa dada, que eran convencer al votante. Ahora el votante le da igual, porque su voto ya fue emitido.

Ahora el que cuenta es el de los que se aposentan en la cámara sin consulta ni tutela. Se fuguen ocultos en el maletero de un coche o celebren cada excarcelamiento de asesino impúdicamente. Así que, el príncipe, no solo no debe, sino que ni siquiera puede cumplir su palabra. Obligado queda Sánchez, pues, a la deslealtad. Incluso consigo mismo.

No deparaba duda la sesión ni sorpresas. Más allá de lo inaudito de la equivocación, otra vez. Debe ser dificilísimo decir en voz alta el monosílabo adecuado. Lo consideraba nulo la mesa, presidida por una Armengol ataviada de recién llegada de una terraza en el Portixol (o a punto de salir hacia allí disparada en cuanto se acabase el engorro), pese a la rectificación inmediata del diputado y pese a haberla dado por buena en la anterior sesión cuando quien se equivocaba era Herminio Sancho, del PSOE. Ni Irene Montero ni Alberto Garzón ocupaban su lugar en la bancada, tendrían cosas que hacer, y Sánchez sonreía satisfecho cuando el macarra de alta velocidad llamaba a la sesión “simulacro de investidura”, acusaba a Feijóo utilizar a la corona y le espetaba que “aprenda algo del señor Sánchez”. Olvidaba, qué cosas, que fue Sánchez el primer presidente en democracia en no salir investido tras ser propuesto por el Rey. Y, de estar en lo cierto, el primero en utilizar, pues, a la corona y despreciar las instituciones. El Kennedy de Pozuelo de Alarcón, como le ha llamado Abascal (además de definirle como el más villano y el más infame de los presidentes de este país), asentía, encantado de conocerse. Se acababa la sesión con Feijóo reforzado como líder de una oposición que se antoja firme en lo que nos une. Y con Sánchez viéndose ya presidente. Uno muy príncipe. Uno que delante del espejo se recita a sí mismo: “los príncipes que han hecho grandes cosas”, se mira y se gusta, “son los que menos han mantenido su propia palabra y con la astucia han sabido engañar a los hombres, superando a fin de cuentas a quienes ponen sus fundamentos en la lealtad”. Se guiña el ojo y sale a la calle. Ahora le toca a él convencer. Mintiendo si hace falta.