Opinión
Yéndonos por las ramas (del nogal): amnistía y Constitución
Cualquier propuesta legislativa que arrincone lo manifestado por la mayoría abrumadora del pueblo español es manifiestamente ilegítima
Los efluvios de la agria discusión política que ha sido el debate de investidura de Pedro Sánchez nos hacen perder de vista el elemento clave que ha permitido su elección. Es el momento de no andarnos por las ramas y volver a este elemento troncal de nuestra actual realidad política: la Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña.
El bello Preámbulo de nuestra Carta Magna nos indica, parafraseando el artículo 6 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, que la ley es expresión de la voluntad popular. La proposición de Ley de amnistía parte de la acertada consideración de que el poder legislativo es “el órgano encargado de representar a la soberanía popular y configurar libremente la voluntad general a través del ejercicio de la potestad legislativa”. Dicha voluntad popular se manifestó de forma mayoritaria en contra de la amnistía. Los partidos que denostaron esta medida durante la campaña electoral (incluido el PSOE como nos recuerdan hemerotecas o redes sociales) sumaron en las últimas elecciones 19.053.036 votos frente a los 4.630.994 que la defendieron expresa o tácitamente. Por consiguiente, cualquier propuesta legislativa que arrincone lo manifestado por la mayoría abrumadora del pueblo español en ejercicio de su soberanía es manifiestamente ilegítima.
La asunción del actual Congreso de facultades constituyentes (nuestro parlamentarismo asimétrico deja pocas opciones reales al Senado, más allá de actuaciones dilatorias ante la Ley, a no ser que decida su no toma en consideración, lo que desembocaría en un conflicto de competencias entre órganos constitucionales del Estado que dirimiría el Tribunal Constitucional), al introducir en la Constitución una institución jurídica que de forma expresa los constituyentes de 1978 decidieron desestimar por dos veces, muestra nulo respeto por la letra, pero sobre todo por el espíritu que impregna el texto constitucional. La prohibición del indulto general reconocido en el artículo 62.i de nuestra Carta Magna implica que menos aún tiene acogida en ella una medida mucho más amplia en cuanto a sus efectos, destinatarios y consecuencias como la amnistía (A minore ad maius). Al margen de modificaciones encubiertas, de dudoso encaje constitucional, como la del artículo 35.3 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional al prohibir el efecto suspensivo de la cuestión de inconstitucionalidad.
Porque, además, la amnistía como institución jurídica requiere de una serie de condicionantes que no concurren en este caso. Al margen de la necesidad de arrepentimiento (inexistente) respecto de las infracciones y delitos cometidos, su fundamento es remediar la aplicación de normas manifiestamente injustas. ¿Es injusto castigar al que malversa el dinero de sus ciudadanos para fines particulares, atenta contra la convivencia con disturbios y acciones violentas, o incumple con premeditación y alevosía decisiones judiciales u órdenes de la autoridad? Esta ley de amnistía ampara la violencia y la desobediencia como instrumentos adecuados en el debate político. Convertir en legítima una situación de conflicto y de incumplimiento sistemático del Ordenamiento jurídico, como mecanismo de reivindicación política, es traicionar la esencia de la democracia. Y esta Ley lo hace, para que unos recojan las nueces (el gobierno y el aislamiento de la oposición) de los árboles agitados por otros. Las alusiones en la ley de amnistía a la pacificación del “conflicto catalán” parten además de una sinécdoque imposible de admitir. Asumir los postulados de una parte de los representantes de una parte del territorio español por la obtención de un apoyo parlamentario a costa de la convivencia democrática de todo un país solo se justifica desde el sometimiento del interés general al provecho particular.
Esta propuesta normativa atenta también contra principios jurídicos que la Constitución establece en su artículo 9.3. como pilares de nuestro Ordenamiento. El principio de seguridad jurídica explicitado por nuestro Tribunal Constitucional como “la certeza sobre el ordenamiento jurídico aplicable y los intereses jurídicamente tutelados” (STC 46/1990, de 15 de marzo, FJ 4) y como “la expectativa razonablemente fundada del ciudadano en cuál ha de ser la actuación del poder en la aplicación del Derecho” (STC 36/1991, de 14 de febrero, FJ 5), queda violentado. Cómo puede un ciudadano adecuar su comportamiento al Ordenamiento jurídico cuando una conducta punible recibe un tratamiento diferenciado dependiendo del sujeto que la comete, en una flagrante violación del principio de igualdad, sorprendente proviniendo de un partido autodenominado socialista. El principio de responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos tampoco queda intacto ante la complicidad de unos poderes ejecutivo y legislativo que amparan un gobierno autonómico apropiándose de los recursos de sus ciudadanos de forma fraudulenta y autoritaria para fines ajenos al bien común.
Exiguo consuelo queda en un país donde agoniza la división de poderes, base del Estado de Derecho. Donde un Poder Judicial que actuó conforme a Derecho y cumplió con su misión constitucional queda desautorizado, pues como indica la STC 174/1986 (citada expresamente por la proposición de ley en cuestión), una amnistía conlleva “un reproche a los tribunales de justicia que aplicaron la ley correctamente”.
Algunos depositan sus escasas esperanzas en las instancias comunitarias, sobre todo en el TJUE a través de la cuestión prejudicial que pueden interponer los jueces y tribunales españoles y que paralizarían la ejecución de la ley en aplicación del principio de primacía del Derecho comunitario. Otros, los menos, aún esperan una decisión del Tribunal Constitucional que considere este ley inconstitucional (al menos una parte), aunque por el principio de aplicación de la ley penal más favorable, los efectos de su consumación permanecerían.
Nos decía Ortega que “si algunos en Cataluña, o hay muchos, que quieran desjuntarse de España es mucho más numeroso el bloque de los españoles resueltos a continuar reunidos con los catalanes en todas las salas sagradas de esencial decisión” Por el camino de la escisión “iríamos derechos y rápidos a una catástrofe nacional”. Premonitorias palabras de uno de nuestros más insignes filósofos, ignorado incluso por las instituciones que defienden su legado en estos tiempos convulsos.
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