Coronavirus

Estado de alarma: día 2

La colaboradora Rebeca Argudo relata con humor el confinamiento forzoso

Rebeca Argudo tomando su décimo quinto café y en pijama.
Rebeca Argudo tomando su décimo quinto café y en pijama.larazon

Nunca había estado tanto tiempo en mi casa. He descubierto cómo funciona la Nespresso, que todavía hay mandarinas en el árbol y que tengo una habitación cuya existencia desconocía. Está en el sótano, así que no he abierto la puerta. Es de primero de película de terror que, si durante una pandemia abres una puerta secreta en un sótano liberas a un espectro enojado. Así que lo dejo para el último día de confinamiento, que pueda huir si fuese necesario sin ser interceptada por la policía. Recordádmelo si veis que se me pasa.

He preparado tres tazas de café con leche para no tener que bajar desde el estudio a la cocina cada vez que se me acabe. Barajo la posibilidad de subir el microondas pero me parece excesivo, así que acabo llenando un termo.

Tardo tres cuartos de hora en colocar todos los libros, cómics y papelotes encima del sillón, con la esperanza de que la mesa siga estando ahí debajo. Sí, ahí está. Encuentro durante la tarea veinte euros, una agenda de 2016, un paquete de chicles, unos auriculares que había perdido, las instrucciones del frigorífico y una estampita de Santa Teresa. Ahora solo tengo que encontrar el flexo. Tardo media hora. Estaba dentro de un armario.

Cuando consigo sentarme se me ha terminado el café. Bajo a prepararme otro. Por el camino me pide comida la gata. Se la pongo. Me encuentro un jersey en el suelo. Lo echo al cesto de la ropa sucia. Suena el teléfono. Lo cojo. Es mi madre. Me dice que qué tal el día. Le digo que he ido a la playa, a una barbacoa, a una fiesta de disfraces y me he acostado con tres mulatos. “Son las nueve y media y estamos confinados, es imposible”, me dice. “Ah, pues no habrá sido hoy”. Cuelgo, llego a la cocina y preparo el café.

Mientras subo al estudio, otra vez, me cruzo con el otro gato que me pide comida, se la pongo, veo un pantalón encima el sofá, lo llevo al cesto de la ropa sucia, pongo una lavadora, descubro que se me ha muerto un cactus, lo tiro al cubo de orgánica, subo las escaleras, vuelvo atrás porque la maceta no va en orgánica, saco el cactus muerto de la maceta, tiro el cactus en orgánica y la maceta en envases porque no sé dónde se tira una maceta, lo lleno todo de tierra, barro la cocina y, ya que estoy, paso la fregona, me piso a mí misma lo fregao, subo al estudio, no me queda ya café, bajo a la cocina a prepararme otro. Aún no me he sentado a trabajar y ya llevo cinco cafés y tengo agujetas. Me abro una cerveza y una lata de mejillones.

Después de comer decido ver una peli en Filmin. Tardo hora y media en decidirme por una y antes de acabar los créditos de inicio me he dormido. Me despierto cuando ya ha terminado y decido leer un rato. Salgo al jardín, me tumbo en la hamaca y abro el libro. Me saluda mi vecino desde el otro lado del bambú. Nos contamos cuatro cosas, abrimos unas cervezas, ponemos música. A la tercera birra inventamos el juego “El móvil ruso”. Consiste en que cada uno tiene el móvil del otro (nos los hemos pasado a través de la valla) y manda a un número elegido al azar el siguiente mensaje: “con todo esto me he dado cuenta de que no quiero que pase un solo día más sin decirte lo que siento por ti”. Es adictivo. Nos morimos de la risa con las reacciones y así echamos la tarde. No sé con qué cara voy a ir a ver a mi gestor cuando acabe la cuarentena.

Le digo a mi vecino que tengo que salir urgentemente. Necesito tabaco. No fumo.

Salgo a la calle y voy al estanco. Me cruzo con una persona que me mira con desconfianza. Me da miedo que me dispare a la cabeza, así que avanzo por la acera contraria, con la mano en la ballesta que llevo siempre en la senalla. No, es mentira. Yo no llevo senalla.

Llego al estanco y pido tabaco. Me dice la señora que qué tabaco. Pues tabaco, yo qué sé. El de siempre. Me dice que no me ha visto nunca. Resoplo. Odio cuando la gente no pone de su parte. Le digo que quiero el que se lleven los modernos. Me da un paquete de un tabaco orgánico con bajos niveles de nosequé y algo más de nosecuantos. Le digo que vale. Me dice que necesitaré papel y filtros porque es de liar. Le digo que vale, pero que a por eso volveré mañana, cuando me dé cuenta de que lo necesito. Me mira raro y decido irme antes de que llame a la policía. No quiero que me detengan por simular adicciones.

Llego a casa dando un rodeo con el tabaco en la mano. Es mi salvoconducto. Dejo el tabaco, salgo a por una cebolla, vuelvo a casa, dejo la cebolla, salgo a por un pepino, vuelvo a casa, dejo el pepino, salgo a por un aguacate, vuelvo a casa, dejo el aguacate, salgo a por orégano, han cerrado el colmado, me cago en mis muertos, vuelvo a casa, abro una cerveza.

Mientras me la tomo y leo las noticias veo que en twitter mi amigo Pepe Albert de Paco ha escrito: “Va a haber más diarios del confinamiento que libros sobre el procés”. Selecciono este documento y le doy a “eliminar” en lugar de a “enviar”.

Se me está haciendo largo el apocalipsis.