
Turismo
La isla gallega prohibida durante décadas
Enclave de leyendas, lazaretos, milagros y secretos militares, hoy vuelve a abrirse al mundo desde la ría de Pontevedra

Hubo un tiempo en que la isla de Tambo apenas podía vislumbrarse desde lejos. A través de las playas de Marín, desde los hórreos de Combarro o desde las cubiertas de los barcos mejilloneros. Estaba ahí, al alcance de la vista, pero vetada, rodeada de misterio y de silencio.
A los niños se les decía que no se podía entrar, que era una isla militar. Pero pocos sabían que bajo sus árboles centenarios y sus helechos gigantes dormían siglos de historia: peregrinos, monjes, epidemias, saqueos, marinos y hasta fantasmas. Durante más de medio siglo, Tambo fue una isla prohibida. Hoy, vuelve a abrir sus puertas hacia el mundo.
Situada en el corazón de la ría de Pontevedra, entre los municipios de Marín y Poio, Tambo es una isla pequeña en tamaño, apenas 28 hectáreas, pero descomunal en significado. Con forma de pirámide y cubierta de arbolado, alcanza los 80 metros de altitud en el monte San Facundo.
Su silueta ovalada parece flotar entre el azul oscuro del Atlántico y el verde frondoso de Galicia. Desde 2022, tras décadas de uso militar, ha sido oficialmente cedida al Concello de Poio por el Ministerio de Defensa y declarada de interés natural. Un paso decisivo para su recuperación como patrimonio de todos los gallegos.
Mil años de historia
La historia de Tambo comienza entre milagros y leyendas. En el siglo VII, el obispo visigodo San Fructuoso, figura clave del cristianismo peninsular, fundó allí un pequeño monasterio tras, según la tradición, caminar sobre las aguas desde la costa de Poio.
Aquel centro espiritual acabaría vinculado al monasterio benedictino de San Juan de Poio, al que la reina Doña Urraca donó la isla siglos después. Durante la Edad Media, Tambo fue lugar de retiro y contemplación, pero también de paso y celebración. Se decía que, con marea baja, se podía cruzar andando desde Combarro. En las romerías, muchos lo hacían.

Todo cambió en 1589, cuando el corsario inglés Sir Francis Drake saqueó la ría de Pontevedra. Tambo no escapó de la furia británica: su monasterio fue incendiado y destruido. Aún hoy se conservan restos de la ermita de San Miguel, levantada sobre los escombros en el siglo XVIII. Marineros de la zona siguen venerando su figura como protectora de quienes se adentran en el mar.
En el siglo XIX, con la llegada de los viajes transatlánticos y las preocupaciones sanitarias, Tambo fue reconvertida en lazareto. Barcos llegados de América fondeaban en Marín, y los pasajeros, sospechosos de portar enfermedades, pasaban aquí su cuarentena.
Aquel uso le dio a la isla un aire de encierro que perduró incluso cuando, en 1890, fue adquirida por el político Eugenio Montero Ríos, figura clave de la Restauración. Las ostreras de piedra que aún se ven en su costa fueron obra suya.
Arsenal, polvorín y frontera invisible
En 1943, la isla pasó a manos de la Armada Española, que la convirtió en arsenal y polvorín militar. Desde entonces y hasta el año 2002, la presencia de destacamentos fue permanente. Se construyó una escuela de oficiales, una cantina, depósitos de agua, instalaciones logísticas... Tambo quedó cerrada a cal y canto.
Las maniobras, el secreto y el silencio envolvieron la isla durante más de medio siglo. Muchos marineros, sin embargo, recuerdan los fines de semana de descanso en sus playas: Área da Illa y Adreirá, unidas en la parte norte, de arenas claras y aguas transparentes.
La vegetación cubre ahora las antiguas construcciones. Entre árboles, helechos y zarzas asoman los restos del antiguo lazareto, el polvorín casi al borde del mar, las plataformas del destacamento militar y hasta un faro encantador: el de Tenlo Chico, en la pequeña península del sur. Con sus 18 metros de altura, aún parpadea guiando barcos por la ría, testigo mudo de todos los usos que tuvo la isla.

De la leyenda al futuro
Tambo no forma parte aún del Parque Nacional Marítimo-Terrestre de las Islas Atlánticas de Galicia, pero desde Poio se aboga con fuerza para su inclusión junto a Cíes, Ons, Sálvora y Cortegada. La biodiversidad de la isla, sus fondos marinos, su flora autóctona y su enorme valor paisajístico y simbólico la convierten en una candidata ideal.
El acceso a la isla sigue siendo limitado y regulado. Pero desde 2022 ya es posible visitarla mediante rutas autorizadas. Quienes ponen el pie en ella se llevan una experiencia mística: el contraste entre la belleza serena del entorno y la huella de los siglos. No es difícil imaginar allí a monjes, corsarios o soldados; tampoco escuchar, si uno cierra los ojos, el rumor de los secretos que aún oculta.
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