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Las vacaciones pre-Covid de... Fernando Arrabal: “En la Malvarrosa, yo solo quería ser jesuita”
«Corría el verano de 1952, yo tenía 20 años y estoy en la playa de la Malvarrosa con uno de los seis ‘agapitos’, como nos denominaban a los aspirantes antes de ingresar en un seminario (Tarragona). Ojalá recordara su nombre, pero confío en que hoy sea obispo de Asunción (Paraguay), como poco... Yo, desgraciadamente, no llegué a ser jesuita», explica el genio de las letras con su habitual discurso «pánico» y su verbo «patafísico», que acaba de reeditar en Berenice su mítica novela «La virgen roja», «una historia que se repite desde Lisístrata». Su mente evoca aquel verano. Recuerda que los seis postulantes «deseábamos ser como peatones psicótropos éticos. Era un grupo excelente, inolvidable ¡y tan generoso! Les hacía morirse de risa con cualquier cosa. Les tuve tanto cariño como creo que ellos a mí. Vivíamos un condicional que iba a desembocar en un futuro radiante: aquellos seis meses felices fueron un himno constante a la dicha, al bienestar, a la alegría, a la bonanza, al júbilo y al goce... Estábamos tan llenos de cada instante que sentíamos nostalgia de lo que vivíamos. Construíamos tantos castillos en el aire...». Eso sí, tiene claro que la playa no le gustaba, ni le gusta: «No creo que a nadie le pueda apetecer semejante concentración pringosa, estar sin hacer nada, con arena colándose por todas partes, donde todos están solos y medio desnudos entre los aún más solos y desvestidos... o en pelota viva». No recuerda paellas, ni resacas: «Comíamos y bebíamos poco. Nos encantaba sacrificarnos por los pobres misioneros. Un día, viviríamos entusiasmantes aventuras como las de San Francisco Javier en el Japón que nos sabíamos de memoria... Corríamos como si la existencia comenzara. Sabíamos que uno de nosotros llegaría a Papa, pero no pudimos imaginar que el margen subsistiría cuando no se ven las huellas».
Sin trasnochar
Y tampoco trasnochaban: «¿Para qué? La noche es el mejor momento del día. Para dormir y soñar. Siempre he procurado no desaprovecharlo». Iban juntos a todas partes, porque «pensábamos que siempre sería así: en Tatanarive o en Tegucigalpa. Les encantaba oír mis comentarios de las películas cortas que proyectábamos en las chabolas y que improvisaba para solaz sobre todo de ellos, con inventos estrafalarios que nada tenían que ver con las imágenes». No le interesa el roce del agua ni nadar, de hecho, nunca lo hizo, «ni en el campamento del Frente de Juventudes de Falange, cuando un jefe centuria, en Cercedilla, me ayudó a quitarme el macuto para poder subir hasta arriba mientras silbábamos: ‘Prietas las filas, recias, marciales, nuestras escuadras van’. Tampoco me remojé en la laguna de Peñalara». Recuerda con cariño otros veranos, como los del sanatorio o el de la cárcel de Carabanchel, porque «también en ellos encontré fuego para alimentar mis leños... sobre todo, el año de 1954 en el que hubiera debido casarme con Luce Moreau cinco minutos después de haberla conocido. Pero, a mis 20 años, en la Malvarrosa, solo quería ser jesuita». Y se pone melancólico al despedirse: «Aquel verano fue la verdadera hermosura. Irrepetible. Ahora, a dos metros del portal de mi domicilio parisino, se han puesto a crecer malvarrosas». Esto es poesía.
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