Restringido

Rourke, el bisturí vuelve a transformarlo

Un médico consigue que el chico malo de Hollywood recupere parte del aspecto seductor con el que hipnotizó en «Nueve semanas y media» tras enterrar durante años su atractivo bajo un rostro deformado por el boxeo y las cirugías fallidas

ENTRE EL BISTURÍ Y EL BÓTOX. A la izda., Mickey Rourke en una imagen reciente; a la dcha., luciendo un rostro agriado por la cirugía
ENTRE EL BISTURÍ Y EL BÓTOX. A la izda., Mickey Rourke en una imagen reciente; a la dcha., luciendo un rostro agriado por la cirugíalarazon

Muchos espectadores lloraron cuando Mickey Rourke no subió a recoger el Oscar con cinco caniches bajo el brazo. Hollywood dejó pasar una oportunidad extraordinaria de ofrecer al mundo una imagen eterna. Pero no importa. Resultó un momento hermoso presenciar la reconciliación del actor con el público. Aquello de «El luchador», de Darren Aronofsky, no era un filme, sino una calcomanía de los torrentes destructivos que habían asolado el rostro de este mártir del celuloide. En un mundo tan frívolo como el presente, resulta imposible de creer, pero una cara bonita resulta un revés insuperable para bastantes chavales. Un inconveniente, como si a una modelo le salieran almorranas en los talones. Y este chico traía el rostro podrido de belleza desde el infierno de la adolescencia. Al principio no importaba: las chicas del instituto, las Diane Lane de turno, la temprana notoriedad... pero después... más de una vez debió escupir contra esa maldición delante del espejo. Es probable que se hubiera desenvuelto mucho mejor con las facciones evaporizadas que el fuego le dejó a Niki Lauda en aquella salida de pista. Alguien debería explicarle a Rourke que el destino no suele ser justo y que a un demonio no se le puede bastardear entregándole desde el nacimiento un careto de lujo. Y el suyo resultaba de una perfección irritante, casi impermeable al tiempo, como aquel que lució Mel Gibson en «El año que vivimos peligrosamente». Para estilizar esta clase se requiere la elegante frivolidad de un George Clooney o la asombrosa nadería que tan bien viste Brad Pitt.

Mickey Rourke siempre fue un tipo callejero empotrado en el cartón piedra de los platós. Desde el principio tuvo problemas para demostrar que estaba actuando. Demasiado real, incluso para el cine. Se veía ya en «Diner». Kevin Bacon, Steve Guttenberg, el reparto entero, se esforzaba en resultar creíble, mientras que él parecía que no interpretaba, que eso del rodaje era un paseo junto a Miss Daisy. Sucedió lo mismo en «Rumble Fish», de Coppola, aquel poema cromado en blanco y negro sobre el regreso a su barrio de un motero canalla. Le iba bien el papel, como una cicatriz a Scarface. Allí ya era un mito para los protagonistas de la película, alguien que venía de vuelta, un ángel peleado con la justicia de aquí y la de allá. Un maldito. Puro Rourke. Y es que él resultó legendario desde el comienzo de su carrera, mucho antes de que recibiera los hipócritas halagos de la fama.

Luego todo se torció. A un duro no se le puede hace eso, colgarle collar de guaperas. «Nueve semanas y media», más que un éxito, resultó un descarrilamiento. Había demostrado demasiadas veces el actor que había soterrado en él para acabar así, en las carpetas de un puñado de quinceañeras de colegio de monjas, posando como un modelo para un póster. Intentó desempolvarse esa faz de encima con dos filmes que le sacudían en mitad del rostro: «El corazón del ángel» y «El borracho». Hoy los niños aspiran a convertirse en actores para ser los nuevos galanes, estampas para el papel cuché con el estómago estragado por unas abdominales artificiales. La vocación del oficio no les importa. Aspiran a ser una foto perfecta, a que las mujeres les quieran. Mickey Rourke era más ambicioso. Sólo pretendía que las mujeres le admiraran.

Para lograrlo destruyó su rostro en una década de boxeo. El pugilismo arrolló las mejillas que le habían catapultado al Olimpo de «hombre más deseado». Los guantes borraron cualquier recuerdo de ese «guapo» que le empujaba al precipicio que llevaba por dentro. Coppola lo rescató en un filme intrascendente, «Legítima defensa», con Matt Damon intentando portarse como actor principal, y donde las cínicas apariciones de Rourke, caracterizado como un mafioso hortera, resultaban lo más espléndido de la cinta.

- UN FRANKENSTEIN ACARTONADO

Rourke nunca resultó un ángel virtuoso. Él bebía del exceso, que era de donde obtenía sus virtudes. Y se pasó. Acabó convirtiendo sus facciones en una identidad calcinada. Convirtió los pómulos en un bloque de plastilina. De esos desechos emergió con «El luchador» y «Sin City», una cinta donde encarnaba a un Frankenstein tierno, violento y suicida que se le ceñía al alma como una bolsa de plástico a un ahogado. Después de haber amasado la carne de su rostro con el rodillo de las cirugías estéticas, ha recuperado ahora parte de su identidad a través de un médico hábil. El brillo de su mirada había desaparecido entre la turgente piel que deja el «bótox» y los estiramientos innecesarios. Nunca será el chico que hubo antes de entrar en un quirófano para arreglarse las deformidades que le imprimió el cuadrilátero. La piel acartonada de la frente, los pómulos saludables... no son él. Pero en sus ojos aún puede contemplarse la ceniza que han dejado en su alma las borracheras y los arrepentimientos, la amarga piel que recubre nuestras conciencias. Su autenticidad late todavía con viveza, pero no en la parte reconstruida de su fisionomía, sino en la piel que aún no ha sido profanada por ningún bisturí. Y, sobre todo, en esa manera distinguida de agarrar el bate de béisbol.

Mito erótico en decadencia

Operaciones hasta en las orejas

Antes de que Christian Gray, protagonista del «best seller» erótico más vendido de los últimos tiempos, sedujese a lectores de medio mundo con sus fantasías sexuales, otro Gray, John (encarnado por Mickey Rourke), conseguía a través de la gran pantalla revolucionar la vida sexual de Elizabeth McGraw (Kim Basinger) en «Nueve semanas y media» (1986) (en la imagen). La película no sólo hizo que muchos espectadores comenzasen a contemplar la nevera como una fuente de lujuria, también encumbró a sus protagonistas a «sex simbols» planetarios al ritmo del «You Can Leave Your Hat On» de Joe Cocker. En los 90 el actor decidió arriesgar su cara bonita sobre el ring y acabó entregado a las cirugías: en 2012, se había hecho ya cinco operaciones en la nariz, una en el pómulo y dos en una oreja.