Literatura

Historia

Los negros olvidados de la Gran Guerra

Son los soldados tapados de la Primera Guerra Mundial en Europa. Provenían de las colonias de francia, eran negros, pero los libros apenas cuentan cómo fue su sufrimiento. Para los alemanes eran bárbaros y su presencia solo constataba el descrédito de sus adversarios. Para los franceses resultaron una herramienta útil para meter miedo. La realidad es muy diferente. David Diop cuenta cómo fue en su novela «Hermanos de alma»

Imagen de un grupo de soldados procedentes de las colonias que combatieron en la contienda de 1914
Imagen de un grupo de soldados procedentes de las colonias que combatieron en la contienda de 1914 larazon

La propaganda vendía una imagen equivocada de guerreros fieros, privados de las leyes mínimas que rigen la compasión; de ser unas hordas bárbaras y sin civilizar que traían consigo los salvajismos de los trópicos y las sábanas; unas gentes que venían para arrasar el continente, violar a las mujeres y arrancar los hijos de los brazos de las madres. Era el viejo cuento del lobo que llega para devorar la patria. Una alharaca que hoy en día todavía agitan algunos para despertar miedos ancestrales y aventar recelos. Los alemanes que combatieron en la guerra del 14 los contemplaban como la prueba irrebatible del deterioro y la degeneración en los que había caído el ejército francés y, también, como una demostración palpable de la superioridad de la raza. Pero también los veían con el temor que siempre suele imponer lo ignoto. La realidad de aquellas tropas senegalesas distaba bastante de la mirada prejuiciada que tenían los europeos. La mayoría de ellos se encontraron defendiendo a una metrópolis, que nunca habían visitado y que jamás hizo nada por ellos, salvo explotarlos.

Algunos habían acudido al Viejo Continente de manera voluntaria, convencidos por el argumentario que aireaban los gobernadores y otros jaleadores del orden colonial, pero la mayoría fueron reclutados en alistamientos forzosos, en una serie de levas que desarraigaron a muchos jóvenes de sus pueblos y que dejaron demasiadas aldeas vacías o sin la mano de obra joven. Los llamaban soldados porque, es cierto, portaban armas, vestían lo que parecían unas ropas regulares y se encontraban alineados frente al enemigo en uno de los extremos de la tierra de nadie. Pero lo cierto es que eran campesinos y personas corrientes que habían sido obligados a dejar sus labranzas y las tierras ardientes donde nacieron para ir a pelear a los inviernos sombríos que existen en el norte de Europa.

«A machetazos»

«En la Primera Guerra Mundial también se utilizó la propaganda. Los mandos galos la emplearon para ofrecer una representación de estos soldados que asustara a sus adversarios. De hecho, el uniforme senegalés llevaba un machete colgando del cinto. Yo mismo lo he visto. Los mandos recurrieron al miedo que imponían estos batallones que habían reunido en tierras extranjeras, que estaban activos y que dejaban intuir a los adversarios que estaban allí para limpiar las trincheras enemigas a machetazos. Desde Alemania se aprovechó la ocasión para dar una imagen del ejército francés como las de unas unidades ennegrecidas, hecho con pelotones de salvajes, porque conservaban la idea de que aquella guerra debía ser solo entre blancos. Esto se puede ver en las caricaturas que se hicieron de ellos, donde aparecen con rostros horribles y cráneos humanos colgándoles de los cinturones. Después, en 1940, cuando las Waffen SS avanzaron sobre la Renania y se encontraron con algunas de estas tropas senegalesas, las machacaban sistemáticamente. Existen fotografías de las SS en las que aparecen carros pisando sus cuerpos. Estos chicos, que estuvieron en las dos guerras, fueron víctimas de la propaganda de unos y otros», comenta el escritor David Diop, que acaba recuperar en «Hermanos de alma» (Anagrama) la experiencia que vivieron todos estos combatientes.

Una obra que refleja bien cómo era la contienda y la venganza de uno de estos hombres que, machete en mano, decide infiltrarse entre las filas enemigas para vengar la muerte de uno de sus hermanos. Arrancados de sus calurosas latitudes y de un paisaje sin apenas ruidos, salvo los procedentes de la naturaleza, y sin ninguna experiencia con esa industrialización a gran escala de las contiendas, estos hombres se encontraron de repente en unas regiones heladas, con el cielo encapotado, participando en unos enfrentamientos donde todo debía resultar nuevo para ellos.

Lo primero que les impactó fue encontrarse en unos países donde no existía el silencio y la tierra retumbaba sin cesar. El castigo constante de la artillería, con los obuses impactando en el suelo, dejaría una profunda huella psicológica en ellos. «Al principio, Francia no se interesaba por estos soldados. Existen testimonios que muchos senegaleses no tenían costumbre de usar calzado y, por eso, no se ponían las botas. Pero progresivamente fueron adquiriendo la misma equipación que el resto de las unidades, sobre todo durante el invierno. Hay que tener en cuenta que gran parte de estas unidades murieron de frío. De hecho, levantaron campos de invernación para poder reunirlos ahí durante los meses más crudos. Pero al comienzo no fue así, y por eso entraban en batalla ya muy debilitados», insiste el escritor.

David Diop recalca otro punto esencial para comprender lo que sufrió esta parte del ejército francés: «La expresión “guerra industrial” proviene de Blaise Cendrars, que dijo que la Primera Guerra Mundial “era una guerra industrial”. Lo interesante es que la mayor parte de los soldados que participaron en ella eran campesinos. Estos tiradores senegaleses debieron quedar muy impactados por lo que vieron en el frente. Caían miles de bombas. De hecho, la franja en la que se luchaba estaba sembrada de obuses. Para ellos, que vivían de cultivar la tierra, debió ser terrible, porque suponía descubrir que el suelo allí no tenía el sentido original que a ellos les habían inculcado, que era dar vida». Descubrieron las cargas, las ráfagas indiscriminadas de ametralladoras, las detonaciones de granadas, los campos alambrados, las heridas nuevas que dejaban la metralla y las balas.

«En 1919 se subieron a un barco cientos de ellos. Entre ellos había mutilados, lisiados, mancos, tuertos y locos. Existían muchos enajenados entre ellos. La mayor parte de esos enajenados, que por supuesto jamás fueron atendidos en hospitales y que no le interesaban lo más mínimo al gobierno francés, llegaron a convertirse en figuras literarias, a formar parte del folclore al entrar en cuentos y en historias. Estaban afectados por el síndrome postraumático. Hay que pensar que vieron otro mundo, cuando antes jamás habían salido de sus poblaciones, y, al regresar, después de haber visto la guerra, estaban afectados por las vivencias que habían padecido y, al mismo tiempo, habían extraviado las referencias que poseían antes. Esas personas estaban contaminadas por la memoria de la furia y la rabia que les había dejado la guerra», añade Diop.

La semilla de la independencia

Pero el horror también une y en medio de la desasistencia y el vértigo que supone estar a las puertas de la muerte se fraguaron amistades y ejemplos de convivencia. «Tenemos muchos testimonios que afirman haber visto a los franceses sufrir y llorar junto a estos combatientes. Todos ellos compartieron ese dolor. Pero eso también tuvo un efecto adverso. Estos combatientes trajeron consigo la semilla de la independencia. Pudieron ver a los franceses como eran en realidad. El conflicto deconstruyó en su imaginario la idea que tenían de Francia y que Francia vendía a los africanos. Eso permitió destruir la idealización que existía alrededor de esta nación. Hay que tener en cuenta que muchos de estos senegaleses procedían de unas sociedades nobles, donde la guerra y la valentía se valoraban mucho. Por tanto, a pesar del terror que vivieron unos y otros, el miedo que ellos constataron en los soldados franceses en el campo de batalla, les dio una imagen nueva de ser unos hombres que no eran extremadamente valientes. Para estos senegaleses resultaba vergonzoso retroceder antes el miedo», subraya el autor.