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Tiempos de temblor

La Razón
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Por más que pertrechada esté nuestra sociedad para resistir ataques a su esencia y a sus valores, difícilmente puede comprender lo escenificado en el Palacio de Ayete este lunes. Por mucho que nos falle la memoria, por mucho que seamos capaces de perdonar, nunca podremos olvidar lo que han sido décadas de muertos y de heridos, décadas de extorsiones, de chantajes, de miedos, de silencios cómplices. De sufrir, madres, esposas, hijos, ante la llegada tardía a casa de un policía, de un guardia civil o de cualquier concejal comprometido con una idea que no fuese la de los terroristas. ¿Le habrá pasado algo? Súmenle lo que nos hemos dejado en costes de medidas de seguridad, en escoltas, en pérdidas de energías desviando fondos necesarios para otros riesgos y amenazas, a la lucha provocada por unos, desde luego no por dos bandos como ahora pretenden convencernos. Años de miedo, de alarma, de incertidumbre, de dolor en una España democrática que si se ha distinguido por algo, ha sido por las altas cotas de permisibilidad en los que hemos vivido.

Tambien pienso que no deberíamos sorprendernos. Los mojones de la hoja de ruta se han ido marcando paso a paso. Desde el silenciado chivatazo del «Faisán», la postura del Tribunal Constitucional respecto a la legalización de Bildu, la falta de detención de comandos en estos últimos meses, la abierta presión sobre el acercamiento de presos etarras y el discurso reiterado sobre su indulto –pronto serán capaces de hablar de amnistías–. Incluso el «viaje de Estado» de Patxi López a Nueva York encaja en la escenificación. Estábamos advertidos. No quiero imaginar lo que –además–, no sabemos. Todo lo que hay soterrado bajo aquel escenario de Ayete.

Pero quiero mandar un mensaje de esperanza a quienes, hoy, vuelven a temblar de dolor ante las nuevas definiciones y alientos referidos a una banda asesina, que no ha tenido más función que la de utilizar el terror para conseguir fines políticos. Ahora han querido llamarle sutilmente los 17 invitados de San Sebastián, «actividad armada» o «última confrontación en Europa». No deja de ser curioso que hayan obviado esta vez los términos de estructuras o ramas militares, que tanto les gusta utilizar a los etarras.

Yo les digo a los que hoy tiemblan indignados que habrá un juicio final, llámese Nuremberg o llámese público desprecio de la sociedad hacia ellos. Los que hoy pueden presentar como éxito su internacionalización, también pueden estar cincelando la losa de su sepultura. He vivido otros procesos en nuestra América hermana, en los que la salida al exterior incentivó protagonismos, rompió las rígidas cohesiones y disciplinas, actuó como disolvente del que emanaron deserciones, desfalcos y traiciones. Un hombre que ha vivido libre y a cara descubierta tres meses en un hotel de Oslo, difícilmente encajará su vuelta a la Sierra de la Macarena colombiana. Comprobaremos que los terroristas en cuanto se quiten los pasamontañas, den la cara y aparezcan en programas de televisiones basura, no tendrán nada que aportarnos, más que su miseria. No merecerán el menor reconocimiento de la sociedad por mucho que parezca que ahora triunfan.

Una de las llamadas leyes de Finagle, muy utilizada en este renacer de la teoría de las decisiones, dice que «una vez que un asunto se ha enredado, todo lo que se haga para desenredarlo, no hace sino empeorarlo». Creo que esto es a lo que nos lleva el nuevo y específico «festival de San Sebastián», aunque tenga unos objetivos bien definidos en fechas de próximos comicios, nacionales y autonómicos. Aún así. Aun ante la generalizada sensación de que todo se ha perdido, sigo creyendo que mi sociedad sabrá reaccionar y no demasiado tarde. Incluso atisbo quienes una vez mas se pondrán al pié del cañón como en la Zaragoza de Agustina. Sólo una mujer de cierto peso formaba la foránea delegación, la noruega Gro Harlem Brutland. Las nuestras se llaman Mamen, Victoria, Edurne, Consuelo, Maite, Rosa, Irene, Conchita y tantas más. Siempre han salido a cara descubierta, siempre han dicho con valentía lo que sentían. Siempre han dado testimonio de lealtad y firmeza. Hoy con la fuerza de ser madres, de ser esposas, de ser hijas o de ser víctimas, «gritan roncas», como en el poema que dedicó Bernardo López García (1840-1870) al Dos de Mayo, pidiendo justicia. Avisan de que «señalarán bien alto y claro, sin descanso, no solo a los verdugos, sino también a los colaboracionistas y a los tibios».

No será la primera vez, Patria, que oímos tu aflicción. Tampoco será la primera en que sepamos levantarnos ante el triste concierto que forman la campana, en este caso de Ayete, y el cañón de unos terroristas que extorsionaron, hirieron y mataron durante décadas a personas que son trozo entrañable de España y a quienes todos debemos cariño y apoyo.