Viena

Europa contra sí misma

La Razón
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Es notorio que el auge del radicalismo islámico ha acentuado la persecución contra los practicantes de otras religiones, especialmente la cristiana. Desde Marruecos hasta Indonesia apenas si hay un país musulmán donde no se produzca cada semana un episodio de intolerancia, acoso y hasta de asesinato por practicar el cristianismo. Casos como el de Asia Bibi o los atentados sangrientos contra los coptos egipcios y los maronitas iraquíes han causado horror en todo el mundo por su extremada violencia. Con toda razón alarma e indigna la intransigencia de los Estados islámicos en materia religiosa, que prescinde del más elemental respeto a los derechos humanos. Sin embargo, esta oleada de acoso a los cristianos no es privativa de países fanatizados. También en la vieja Europa, que no se explica sin el cristianismo porque en él hunde sus raíces culturales, morales y espirituales, se están registrando episodios de intolerancia que repugnan a su naturaleza democrática. Según el informe de un observatorio con sede en Viena que analiza este tipo de actos, en los últimos años se han documentado hasta 130 agresiones contra personas o bienes motivadas por su carácter cristiano, desde incendios hasta palizas, pasando por amenazas y discriminaciones más o menos solapadas. Naturalmente, no es comparable la situación europea, donde los derechos religiosos y la libertad de culto están garantizados por las leyes, con la del mundo islámico. Pero no por ello deja de ser un síntoma preocupante de cómo se está erosionando el basamento espiritual de nuestro continente. Al devaluar irresponsablemente la argamasa cristiana que ha fraguado, tras veinte siglos de evolución, en la actual organización democrática del Estado, el sistema inmunitario de las sociedades europeas queda expuesto a la agresión de los fanáticos, que se aprovechan precisamente de las conquistas logradas por la cultura judeo-cristiana para imponer sus dogmas excluyentes. No cabe duda de que todos los creyentes, cualquiera que sea su fe, son iguales ante la ley, pero eso no significa que todos los sistemas religiosos sean equiparables e igualmente respetables. No es aceptable, por ejemplo, lapidar, mutilar o asesinar amparandose en motivos religiosos; tampoco son admisibles la sumisión, el maltrato y la discriminación legal de la mujer basados en preceptos religiosos. A los europeos que menosprecian el legado cristiano o que tratan de diluirlo en el supermercado de las religiones no debería escapárseles este simple detalle: sólo existe democracia real en los países con raíces cristianas, salvo alguna excepción que confirma la regla. No es una casualidad, desde luego. Pese a los esfuerzos de esa izquierda aturdida por la caída del Muro, cuyo único legado intelectual parece centrarse en la fobia contra lo cristiano, lo cierto es que el andamiaje ético, espiritual y social de la fe cristiana es hoy el único dique de contención contra el avance de quienes, impulsados por un supuesto y oscuro mandato divino, tratan de destruir el sistema democrático que nos hemos dado con mucho esfuerzo para imponer su propia fe y su propio sistema de valores fundamentalistas y excluyentes.