Presentación

Cuidar la imagen

La Razón
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Lo saben todas las celebridades o «famas», como las calificara Julio Cortázar: conviene cuidar la imagen. Incluso se entiende que ésta debe caracterizarse por un físico que ha de rebosar salud y optimismo. Si los millones crecientes de parados con los que convivimos se cuidaran con adecuados tratamientos de estética y ropas elegantes, tendrían algunas oportunidades de empleo. Los empleadores pueden valorar más el aspecto externo que las credenciales. Ya no es suficiente con disponer de un buen currículo, de varios másters, de alguna que otra licenciatura. Lo que puede llegar a contar es la imagen y si es televisivamente resultona, mejor. Claro es que para que existan tales utópicos puestos de trabajo deben existir empleadores o empresarios dispuestos a invertir en algún negocio o empresa rentable. En consecuencia, hay que inventar empresarios también con imagen y dispuestos a jugársela en un escenario lleno de imprevistos, porque cuando las cajas de ahorros no constituyen la sorpresa, huye el petróleo libio o sucede cualquier otra desgracia. Nos fiamos de lo externo como si fuera cierto aquello de que la cara es el espejo del alma y nuestro cuerpo hubiera de regirse por los cánones de una belleza estandar, clásica o moderna. Todo responde a una superficialidad que no deja de ser satisfactoria, aunque se ampare en equívocos. Equiparamos imagen a juventud, signo de la postmodernidad inexcusable. Hasta los investigadores más sabios han de ser jóvenes. Estamos rodeados de premios a artistas jóvenes, a jóvenes emprendedores y hasta los partidos políticos disponen de una sección juvenil que defienden como semillero de mañana. Pero quienes mandan disponen de asesores que edulcoran o liman las aristas de su personalidad.

La imagen que en el exterior se tiene de este país procede todavía de aquellos viajeros románticos que quedaron prendados del sol de Andalucía, de la brutalidad de las corridas, del carácter jovial que se atribuía a los españoles y de su exótica paella. Pese a los esfuerzos que hicimos al entrar en la Unión Europea, aquella imagen se mantiene. Demostramos en los años cincuenta y sesenta que ni siquiera los emigrantes eran holgazanes, puesto que en Alemania o Suiza dieron ejemplo de seriedad en unas muy difíciles circunstancias vitales. Los turistas que llegan masivamente en julio y agosto apenas si se enteran de dónde se encuentran y finalizan sus vacaciones sin conocer el país real. Los esfuerzos que se han hecho para modificar determinados y falsos tópicos no han hecho mella en el exterior. No hemos promocionado la diversidad de una España que ofrece contrastes y que, si ahora es excelente en el aspecto deportivo y culinario, posee también otras cualidades que no se resumen en sol y circo. Las críticas del exterior son históricas y habrá que apechugar con el toro de Osborne, nuestro papel meridional y, en consecuencia, una cierta irresponsabilidad que se entiende congénita, fruto de una vida dicen que relajada. Y menos mal que dimos al traste con el golpismo, porque la figura de un grupo de guardias civiles, con su tricornio, en el Congreso nos hubiera retrotraído un siglo. Nos empeñamos en mostrarnos modernos y europeos, aunque no todos y no en todas las circunstancias.

No hay duda de que la oposición política puede y hasta debe ser ejercida con energía y, tal vez, con dureza. Así se hizo en los años de la democracia. Ninguno de nuestros gobernantes se ha ido de rositas, desde Suárez a Rodríguez Zapatero. Pero cuando el país atraviesa una crisis tan honda, compartida con otras naciones socias o amigas, la imagen que deberíamos mostrar en el exterior tendría que ser, por lo menos, amable, unida en lo esencial. No sé si el Gobierno acierta o no con los 110 km/h en autopistas y autovías, pero el clamor que se expande acusando a quienes lo decidieron de improvisación viene a fortalecer la idea de la escasa solidez de nuestro carácter. Y, sin embargo, en numerosos países tal velocidad hace años fue la elegida y aún los hay que corren más despacio y sin dormirse. Acusar reiteradamente a las autoridades económicas de improvisar puede tener sus razones, pero vuelve a incidir en un aspecto que se reprueba desde el exterior y que, además, cuesta caro. Los españoles no fueron cigarras mientras los demás eran hormigas. No supimos construir el país que anhelábamos por diversas razones, pero nuestras inversiones financieras se volcaron al exterior. Las grandes compañías prefirieron, como es lógico, hacerse con los bocados más apetitosos y rentables y no estaban aquí. España, cuando se inició la Transición democrática, carecía de buenas infraestructuras, las relaciones laborales eran difíciles, nuestra experiencia democrática, breve. Pese a todo, recorrimos un largo camino de éxitos, aunque hoy descubramos que nuestra imagen exterior sigue siendo fruto de tópicos del pasado. Pero las críticas a la esencia de nuestra imagen se alimenta también desde dentro. El catastrofismo que se practica en nada contribuye a solucionar los graves problemas con los que hay que lidiar cada día. Volvemos a emigrar, se acentúan las diferencias sociales, dependemos de la energía externa. Somos menos autónomos que otros países europeos en muchos aspectos. Seguimos, cainitas, lanzándonos piedras sobre nuestro propio tejado. ¿Será el futuro desandar siempre lo andado?