Europa

Barcelona

El Barça ése es el problema

Guardiola perdió las formas en la sala de prensa cuando sintió el aliento de Mourinho en el cogote, tras la Copa. Pero en el campo mantuvo el estilo, el que tiene: tratar al balón como a un marqués y jugarlo como si fuera suyo.

052nac04fot1
052nac04fot1larazon

El premio, cantado, la final de la Liga de Campeones, porque maneja desde hace tres años al mejor equipo del mundo. Lo sabe y lo explota. Perdió la Copa, ha ganado prácticamente la Liga y ahora va lanzado a la conquista de Europa. Aunque en el cuarto y último capítulo de los clásicos sólo arrancó un empate. Suficiente (3-1).

Lo de «Mou» es otra película, tiene más palmarés que maneras, carece de recursos diplomáticos y sobre la hierba, despista. Sin un esquema definido, sorprende, para bien o para mal. Contra cualquier rival que no sea el Barça demuestra que no es «amarrategui». Pero ve el color azulgrana y se descompone, pierde el oremus. Después del 5-0 no concibe otro fútbol que el de contraataque para quebrar la resistencia barcelonista. Ayer apostó por algo más atractivo, más futbolístico, más en consonancia con la historia del equipo que entrena. Vía telefónica logró un empate.

Sin Pepe, con el marcador en contra y a merced del contrario, enseñoreado en su casa, sólo podía arriesgar más de lo que su cerebro le aconsejaría. Recuperó el 4-2-3-1; pero no utilizó a Özil sino a Kaká, ¡sorpresa! Menos lo fue ver a Higuaín en lugar de Benzema o Adebayor. El resto, lo previsto. No renunciaba al talento en la media y situaba una referencia en punta. Hasta ahí, lo correcto; lo inusual, en los prolegómenos.

La UEFA, que le tiene castigado y más que le castigará por su mala cabeza, le ofreció un asiento en el palco de autoridades, donde la garantizaban seguridad; prefirió quedarse en el hotel. Volvía a ser noticia incluso antes de que comenzara el partido. Desviaba la atención de la semifinal, hacia él. Le gusta el foco y en esta ocasión, con todo lo que había en juego, sobraba la «posse». Porque, además, había proyectado un partido para verlo, para que no resultara un peñazo, que no lo fue.

Con dos goles en contra, sólo podía pensar en la remontada. ¡Es el Madrid! Por muy alargada que sea la sombra de este Barça hegemónico, el Real no puede bajar los brazos jamás, ni aunque su entrenador se rinda una semana antes. Luego, ayer, se vio que el calentón no traspasó la sala de prensa del Bernabéu y que el viaje a la Ciudad Condal no fue turístico. Poco importó el chaparrón. Mourinho dio instrucciones para que su equipo adelantara la defensa casi al medio para ganar terreno e iniciativa al Barça, su inconcebible renuncia de la semana pasada.

Al anfitrión le chirrió esa escenificación y tardó media hora en tomar conciencia del partido. Ni la rigurosa amarilla a Carvalho a los 12 minutos devolvió el color al rostro azulgrana, sorprendido por el arranque madridista. Marcelo subía por su banda, también Arbeloa por la suya. Novedades. Y el público del Camp Nou los gritaba. La inquina se ha apoderado del clásico. Los entrenadores no se perdonan, las directivas, tampoco; los jugadores, antes amigos, se saludan con frialdad; y las aficiones, encrespadas, no son ajenas al barullo. Pero el Madrid plantaba cara y buscaba el gol. Le costaba llegar al área y a medida que avanzaba el partido, encogía. Kaká se asfixiaba, Di María no entraba en juego, tampoco Higuaín y Ronaldo se desesperaba. Renació entonces el estilo azulgrana.

Xavi se apoderó del balón, secundado por Iniesta y Messi, y Lass y Alonso se vieron superados. Surgió Casillas, hizo paradas, palomitas y despejes. Pitó el árbitro el descanso. No habían transcurrido más que 9 minutos del segundo cuando Iniesta filtró un pase entre los centrales y Pedro lo culminó con un gol. Rugió el Camp Nou y la visión del 28 de mayo, de Wembley. Necesitaba tres goles el Madrid, y un revulsivo. Con Mourinho en el hotel, dando, quizá, instrucciones por teléfono a Karanka, éste relevó a Higuaín. Entró Adebayor a comerse el mundo y lo primero que hizo fue dar una patada a Busquets. Sergió no simuló. Le dolió, también cuando le dio Lass. Crecía el Barça y se descomponía el Madrid. Por si acaso, Özil entró por Kaká. La respuesta fue inmediata, Di María chutó al poste y marcó Marcelo después.

El 1-1 frenaba el ímpetu de los azulgrana, obligados a tomar precauciones, y despertaba el honor madridista. La empresa de alcanzar la final se antojaba imposible, pero había que intentarlo. De nuevo, la defensa adelantada. En la banda, calentaba Abidal, y salió casi al final. El gesto de Guardiola lo recompensó la afición con una ovación mientras gritaba «¡Abi!» Poco después terminó el partido, y el Madrid, con once. Menos noticia es que el Barça, el gran problema madridista, vaya a jugar la final. Se lo ha ganado.