Chipre
Libros de desecho por José Jiménez Lozano
Entonces se piensa con melancolía, en si hombres y libros no estarán ahora escondidos en el único lugar que pueden. Es decir, en el cajón de los desechos.
No sucede esto, como es lógico, en las librerías de viejo, porque el librero de viejo es todavía un librero que entiende de libros, y tiene por lo menos el olfato de su valía, pero sí en esos otros lugares a los que van a parar libros de desecho, y en los que comienzan a aparecer algunos de ellos realmente importantes, pero devaluados de antemano. Los regentes de estos establecimientos hacen con ellos un apartado de desechos de todos aquellos libros cuyo autor no está en olor de publicidad y multitud, o cuya materia resulta trasnochada a sus ojos, y allí van a parar ediciones de clásicos griegos o latinos, o libros de asuntos mínimamente relacionados con lo religioso, convertidos en libros marginales y de saldo. Es decir, que las cosas ocurren parecidamente a lo que don Pío Baroja contaba de los pequeños «grecos» que en su tiempo se encontraban en El Rastro madrileño a precios ridículos, porque entonces El Greco no llamaba la atención de los compradores ni tampoco se cotizaba mucho entre los entendidos en arte indígena por lo menos, hasta que don Manuel Bartolomé Cosío escribió su excelente monografía sobre el pintor de Chipre. Y todavía no quedó convencido todo el mundo. En un determinado momento, en el que la gran cultura tenía un respeto y una admiración populares, desde luego que una cosa así no hubiera ocurrido, pero ocurrían otras cosas. Y así, pongamos por caso, don Américo Castro contaba que, estando paseando por las calles de Madrid con Henri Bergson, llegado a hasta aquí para un Congreso de Filosofía, éste oyó que se pregonaban «santas Teresas, frayluises, y Calderones o Cervantes», como si fueran naranjas, y quedó pasmado de la familiaridad de los españoles de la época con su literatura clásica. Pero había su «busillis» en el asunto y los anfitriones del filósofo francés se las vieron y se las desearon para salir del paso sin menoscabo del honor español, y pudieron mostrar una especie de pequeños sobres con alguna frase o unos versillos de esos autores, aunque sin revelar que dentro de ellos se vendían los más elementales profilácticos de la época. Pero el caso fue que Bergson se llevó la mejor imagen del pueblo español, y quizás la impresión de que la civilización occidental no estaba tan cerca de su ocaso. Y quienes engañaron piadosamente a Bergson quedaron tan contentos, por lo menos de no haber producido al filósofo pensamientos y sentimientos oscuros.Y ésta historia es, ciertamente, grotesca y triste a la vez, pero no más que encontrarse ahora con unas obras de San Juan de la Cruz en el apartado de «libros baratos y eróticos», mezclados en un cesto, aunque no sin que el clasificador tuviera su punto de razón. En primer lugar porque este tiempo nuestro está lleno de comentadores eróticos, místicos y cabalísticos, y, a mayor abundamiento en este asunto, dentro del libro de San Juan de la Cruz estaba la fotografía de un cartel editado por una cierta Facultad de Letras del país, que anunciaba unas jornadas de estudios sobre Juan de la Cruz a cargo de damas y caballeros muy nombrados en el asunto de las letras, y el cartel en cuestión consistía en la fotografía de una pareja de jovencitos abrazados apoyados en un árbol. Pero también había en el mismo cajón dos ejemplares de la «Electra» de Sófocles en griego que aunque sólo fuera por su deliciosa encuadernación en tela azul y letras en rojo pálido merecían ser sacados de allí por tres euros. Es decir por un rescate ligeramente inferior al de las obras de San Juan de la Cruz, quizás en razón a la lengua griega, que lógicamente no podía esperar mucha clientela. Heine dijo que el destino de los hombres era el mismo que el de los libros, y entonces se piensa con melancolía, en si hombres y libros no estarán ahora escondidos en el único lugar que pueden. Es decir, en el cajón de los desechos.
✕
Accede a tu cuenta para comentar