Artistas
Marcelino «Camaño»
Después de algunos años de discreto silencio, casi de ostracismo, acaba de morir Marcelino Camacho, que fue un luchador de los de antes, un tipo que no sólo se resistió a las tentaciones y al «glamour», sino que incluso consiguió el respeto general de los ciudadanos sin necesidad de sustituir las ideas por los gritos y sin anudarse al cuello la corbata. Muchos españoles ni siquiera saben quién fue este hombre y otros recuerdan vagamente que ejerció su liderazgo en un tiempo convulso en el que la comida manchaba de furia y hambre las camisas y aún existían los obreros. En los días bautismales de la transición, fue uno de los tipos sin corbata que llegaron al Parlamento desde la calle, no desde la cátedra o desde el casino. Entonces a los estudiantes les gustaba mucho jaspearse con sindicalistas en las manifestaciones. Era de buen tono recorrer en manifestación las calles del brazo de aquellos tipos que olían a la grasa del taller y aún traían en sus manos el óxido de de los astilleros, el hollín de las minas en las pestañas y el fermento plural y fisiológico de las tabernas en el aliento. Fue un tiempo convulso, oscuro y al mismo tiempo esperanzado, días de libros y de ferretería, hacinadas tardes de proclama estudiantil y varapalo policial, en una España que intentaba deshacerse de su ropa marrón y establecer con garantías una democracia de arranque popular en la que los escaños estuviesen reservados al catedrático y a su barbero, al abogado y al reo, todos y a la vez, como resultado de una revolución sin vanidad y sin armas en la que el pensamiento importaba más que la ropa. Camacho fue uno de aquellos hombres grises y laborables que se sacrificaron por unas ideas que a la postre fueron abandonadas sin vergüenza en favor de la arrogancia, el precio y la apariencia. Acaba de morir y en una cadena de radio la becaria de turno le llamó Marcelino Camaño sin que nadie se molestase en corregir el error. Ya nadie recuerda a los héroes salidos del torno y de la gubia, de la mina y del astillero, aquellos tipos que escupían clavos y sudaban corcho. A Nicolás Redondo no le abrochaba bien la camisa y Marcelino Camacho se ponía siempre un jersey de cuello vuelto que a mí no me extrañaría que oliese a humo y a leña, como los trapos de cocina. Eran otros tiempos, claro, y otro país, aquella España en la que los tipos como Marcelino Camacho y Nicolás Redondo no entendían que para realizar su trabajo, un hombre, cualquier hombre, necesitase tener de chófer a alguien que no fuese su propia conciencia.
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