Israel
Matar al faraón por Martín Prieto
El mejor amigo del hombre no es el perro, es el chivo expiatorio que encarna con fidelidad el «rais» Hosni Mubarak, que, enfermo de un cáncer terminal, tanto le daba la cadena perpetua como la pena capital. Un tribunal «ad hoc» del antiguo régimen aún no derrocado había exculpado antes de la condena la corrupción de sus hijos y sus principales colaboradores.
Desde el destronamiento de Faruk I, por una constelación de oficiales encabezados por el coronel Naguib, Egipto ha sido un régimen militar presidido por soldados disfrazados de civiles: del mitificado Gamal Abdel Nasser, el muñidor de la paz con Israel, Anwar el Sadat, asesinado por el integrismo musulmán precisamente por ello, y Mubarak, sin solución de continuidad. Durante la guerra de los seis días, Mubarak, que es piloto de combate, mandaba el Estado Mayor del Aire y la aviación israelí destruyó sus aviones en tierra mientras él estaba durmiendo. Buena ocasión aquella para fusilarle, pero estaba entre iguales. Hoy, la dudosa democracia egipcia oscila entre Ahmed Shafik, otro general de la vieja guardia, y los Hermanos Musulmanes de Mohamed Mursi, difícil elección para los victimados de la plaza Tahrir.
Hosni Mubarak no fue una estrella errante caída sobre las pirámides, sino otro eslabón en la cadena de sesenta años de régimen militar en unos ejércitos sobredimensionados y mimados que sorbían el presupuesto. Mubarak fue un dictador continuista que no se exilió como el tunecino ben Alí porque le apartaron sus conmilitones, que le han convertido en el chivo bíblico para salvar sus propias guerreras y lo que queda del poder.
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