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Una biznaga en la bragueta

La Razón
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La sinceridad duele, es cierto, pero la verdad no tiene más que un camino, escucho yo desde que era niña pequeña. Yo me alegro de que ETA diga que abandona la «lucha armada». Armada por parte de ellos, claro, de los del tiro en la nuca y las bombas, porque los demás, no empuñamos ni una pistola de agua.
Sus balas no son de ida y vuelta, son sólo de ida y se incrustan en los cuerpos de militares, guardias civiles, policías, escoltas, políticos, gentes que pasaban por allí, niños que mueren antes de haber vivido, o les siegan las piernas, como a mi amiga Irene Villa, que está en la tierra para contarlo con una sonrisa en los labios, llenándonos a todos de asombro, también de orgullo y de agradecimiento por permitirnos formar parte de su entorno...
Las verdades duelen, sí, y hasta llegan a escandalizar. Si yo digo que me alegro de la muerte de Gadafi, la gente se rasga las vestiduras, por aquello de los derechos humanos, y es cierto: de hecho hubiera preferido verlo en la cárcel a perpetuidad antes que linchado. El ojo por ojo no es estético, no es de personas con alma, no es siquiera de seres irracionales... Es repugnante, como repugnantes fueron también las declaraciones de Chávez, el venezolano, que seguro que piensa aquello de que «cuando las barbas de tu vecino veas pelar...».
Este antidemócrata que va cerrando radios, televisiones o periódicos que no le son afines, se va a librando, de momento, porque los venezolanos no son tan salvajes como la morisma, tampoco los cubanos que siguen bajo el sufrimiento de la falta de libertades (y de alimentos, mientras los Castro comen langosta y beben Vega Sicilia). Mi marido un día soltó una verdad como un templo en una reunión de amigos y todos se mosquearon. En respuesta, él se puso una biznaga en la bragueta. Él podía.