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Crítica de cine

Gargantilla verde (I)

La Razón
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Fue una cruda noche de invierno, hace ya algunos años. Llevábamos varios días con nubes bajas y aquella tarde había anochecido mientras aún estaba en los fregaderos la loza manchada del almuerzo. Yo había salido de la ciudad en coche y hacía quilómetros pensando en tardar más tiempo en desandar el camino. En las cercanías de Cambados vi chispear bajo la lluvia, entre la bruma, como un estribillo azul, el riff de un rótulo fluorescente a punto de fundirse. Era un restaurante. Faltaban minutos para las nueve. Aparqué al lado de un coche fucsia con una rueda en llanta. Dejé la gabardina escurriendo la lluvia en un perchero y entré al comedor pisando casi en las puntas de los pies para no interferir en el silencio. En una mesa cerca de un rincón cenaba una hermosa mujer joven vestida de negro con el cuello avivado por una gargantilla verde. Me senté en el rincón opuesto, separado de ella por cuatro mesas reservadas con cartelitos, supuse yo que por si se sentaba a cenar en ellas sin hambre el silencio. Miré hacia el fondo. Ella cenaba algo que no hacía bulto en el plato y me pareció que ni siquiera masticaba lo que fuese que se llevaba a la boca. Permanecía con la mirada distraída, el torso erguido y los brazos distendidos en el discreto ademán de alguien que se hubiese sentado en un restaurante a abrir la correspondencia de un poeta con la pala del pescado. Se me acercó al maitre y como aquella noche estaba dispuesto a que fuese el final de mi dinero y el comienzo de mi testamento, ordené para cenar «cualquier cosa cuyas manchas encarezcan la corbata». «Siento curiosidad por saber qué cena esa mujer del fondo», le confesé al maitre. «Se detuvo aquí por un pinchazo en el coche. Dice que no tiene mucho apetito. Si por ella fuera, le habría servido de primer plato el papel con la factura en blanco. Al final accedió a comer algo y pidió cualquier cosa que sea delgada. Es elegante, ¿verdad? Nunca supe muy bien por qué, pero lo cierto es que la elegancia es diurética y quita mucho el apetito». Aquel tipo tenía razón. Al final de su carrera, el actor británico Rex Harrison estaba entrado en carnes. Pero como era elegante, por mucho que engordase, lo de Rex Harrison en el peor de los casos jamás sería obesidad, sino ostentación. «Sí, esa mujer es elegante, amigo mío, muy elegante. Sería hermosa aunque en el cine proyectasen su imagen en una pantalla arrugada. Supongo que una mujer así solo merece que se le haya pinchado la rueda del coche en el emprendedor de la corbata de Cary Grant»…