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Después de un mes sin ver la tele, ni escuchar la radio, ni leer un periódico, regreso del hospital y los escucho. Ahí están, con sus mismos rostros, sus voces iguales, sus discursos exactos. Me asombro. Son mentira. Nada tienen que ver con la realidad, con la vida, con el alma humana. Viven en otra dimensión, la del poder. ¿Qué es el poder? Facultad o potencia de hacer algo, o tener más fuerza que alguien, vencerle luchando… Cosas así dice el diccionario. Son arcaicos, gritan, tienen enemigos, echan meaditas para defender su territorio, van siempre con números en la mano, babean ante el que les promete. Pactan con demonios. ¿Y qué tiene eso que ver con nosotros? La gente sin poder, sin corrupción, estamos abochornados, abrumados, alejadísimos de esas marionetas que salen en televisión vendiéndonos un mundo falso y una realidad disfrazada. A nosotros nos dan igual sus luchas ridículas, sus partidos ridículos, sus gestos ridículos. Nosotros queremos un techo, una casa no amenazada por banqueros, en la que podamos ser, estar, amar, descansar. Queremos poder optar a trabajos dignos. Queremos un mundo limpio de buitres y contaminaciones. Queremos aprender a amar y tener hijos que puedan ir a colegios en los que se les enseñe a ser y a ponerse en el lugar del otro. No queremos Olimpiadas, ni el túnel más largo, queremos hospitales en los que haya siempre camas libres. Queremos vivir y crecer en paz. Y estamos indignados con sus políticas de pacotilla y sus encanijadas miras. Y sabemos que nos van robando derechos poco a poco. Y no les queremos, ni creemos. Ni a ellos, ni a sus altavoces idiotas. Que lo sepan.