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La Razón
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Los presidentes de los clubes de fútbol no son siempre los héroes de la película. Antiguamente los había dispuestos a pagar de su bolsillo los déficits. Había directivos que al final de la competición preguntaban al gerente cuánto se debía y, a escote, tapaban el agujero. Actualmente, lo más que se puede pedir a los dirigentes es que no dejen la sociedad en braulias. Y lo suelen hacer. Hoy tampoco suelen ser las aficiones modelo de moderación y sensatez. Aunque no haya para aceite, piden grandes fichajes. Y si la economía es precaria, cuando hay venta de jugadores piden explicaciones al presidente.
Ha ocurrido en el Valencia. Manuel Llorente ha tratado de equilibrar las cuentas y buscar la solución para reanudar las obras del nuevo Mestalla. Juan Soler las comenzó sin haber vendido el viejo estadio y la crisis del ladrillo dejó al club en la necesidad de pedir préstamos para pagar a la plantilla y acudir a la ampliación de capital. No fueron suficientes todas las medidas de restricción y hubo que vender jugadores. Villa, Silva, Zigic y Marchena han dejado unos ochenta millones de euros. Era absolutamente necesario vender caro, comprar barato y reducir la nómina. Hubo una noche de confraternización de las peñas valencianistas y al presidente le silbaron y pusieron a pan pedir por vender a las figuras. Quienes mostraron tal disgusto no fueron capaces, entre todos, de acudir a cubrir la ampliación de capital. Sin dinero la nueva plantilla no tiene malas trazas. Pero eso no se aplaude.