Internacional

El tambor de Michelle por Pedro Narváez

La Razón
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Se dice que no hay que confundir el culo con las témporas ni la velocidad con el tocino. Discúlpenme. Las candidatas a primeras damas de EE UU dieron mucho de sí cuando en la noche electoral se voltearon y mostraron que el trasero transmite un estado de ánimo. No había visto nada tan mediáticamente relevante desde la competición de Doña Letizia y Carla Bruni. El de la señora Obama era un tambor en el que celebrar la danza de la victoria –«Michelle, nunca te he querido tanto como en este momento», le dijo el presidente en un rapto de cursilería que en España estaría condenado al destierro–, y el de la señora Romney, un orgulloso escenario para después de la batalla, más triste cuanto mejor vestido. La elegancia siempre está a un paso de la tragedia. El pintalabios gastado puede ser un arma mortífera y cuando Obama deje la Casa Blanca cualquier arruga en su camisa será tenida en cuenta para adornar un obituario político. Miremos al frente. El presidente ha prorrogado el sueño, pero, como en las películas de Freddy Krueger, puede despertarse para sucumbir a otro en un terrorífico juego de muñecas rusas. El mundo está tan desencantado que ni el gran mago que es Obama puede ilusionar con el mismo truco. Envidié no obstante en su discurso escrito para socorrer a los cronistas épicos que aunque cada uno tenga sus anhelos personales, los Estados Unidos de América ascienden o caen como una misma nación y un mismo pueblo. «Michelle, me siento más orgulloso que nunca, viendo cómo se ha enamorado Estados Unidos de ti en tu papel de primera dama», proseguía el máster del universo antes de que su señora nos diera su envés. Lo demás ya lo conocen. El tambor de la señora Obama se unió a los violines periodísticos en una sinfonía cacofónica y la señora Romney daba un sentido histórico a ese lugar donde la espalda perdía su nombre. Encantado de conocerla.