Literatura

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García Marruz vuelve la Cuba de Lezama

«Sostengo las devastadas murallas, las ruinas silenciosas. / Soy lo que no habéis visto y lo que habéis olvidado», dice en su emblemático poema «Variaciones sobre el tiempo y el mar».

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Tras la desaparición de su marido, Cintio Vitier, el pasado año, Fina García Marruz queda, en efecto, como la única superviviente de un tiempo mítico, aquel «taller renacentista», como llamaba Lezama Lima a su legendaria revista «Orígenes» (1944-1956), que aglutinaba a escritores mayoritariamente, como ellos mismos, de adscripción católica (Eliseo Diego, Ángel Gaztelu, Octavio Smith, Gastón Baquero...) en aquellas efervescentes vísperas de la Revolución cubana. Autora de una poesía de fino calado, metafísica e intimista (en busca de «las cosas no dañadas por el hombre»), García Marruz aprendió en aquella escuela «originaria» la supremacía de la imagen atemporal y primigenia («Yo he sido habitada por una virgen y un espejo / que el tiempo no impulsó y el tiempo no apaga») sobre el acontecimiento histórico; la reminiscencia de raíz platónica sobre cualquier contingencia política.

Sólo así, a través de una profunda devoción martiana (es autora de diversos estudios sobre la obra de José Martí) y mariana (los versos nacen de «una concepción sin simiente», ha dicho), es como, de un modo poético, ha permanecido leal a los principios revolucionarios. En realidad –al igual que en el caso de Eliseo Diego–, la memoria intimista es el gran motor y refugio de su poesía, con versos que aspiran al rescate de «las palabras que oí como el tesoro que se hunde»; y que si bien miran fijamente a la cara a su propia niñez –«Ahora que estamos solos / infancia mía, / hablemos... de lo que tú y yo, / por no tener ya nada, / sabemos»–, terminan por constatar la desolación de su quimera: «Que esta solitaria noche mía / no ha tenido la gracia del comienzo». Como ha escrito ella misma, para explicar su poética, «coincido con Martí cuando dice que en todo poeta hay siempre un músico y un pintor. Pero yo agregaría que en todo poeta hay también, o sobre todo, un inquiridor de preguntas, que no están hechas para el responder lógico, sino sólo para atrapar, como hace con el paño de la hierba, el rocío celeste».