Hollywood

El desafío del videojuego

La Razón
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De un tiempo a esta parte, la salida al mercado de nuevos títulos de videojuegos reviste la forma de auténticos lanzamientos internacionales, con un despliegue propagandístico y de medios técnicos hasta ahora reservados al sector cinematográfico. El videojuego se ha convertido en la estrella ascendente de la industria del ocio, en la que se mueven cifras económicas mareantes y millones de clientes, adolescentes y jóvenes en su inmensa mayoría. La competencia entre las diferentes multinacionales tecnológicas dedicadas al entretenimiento es feroz y sus inversiones dejan chicas a las de los estudios de Hollywood. Un caso paradigmático y que llama la atención por su impacto social es la serie «Call of Duty», cuya nueva entrega, titulada «Call of Duty: Black Ops», se puso ayer a la venta en todo el mundo. El simple dato de que en su realización hayan participado más de 250 personas durante dos años pone de relieve la fortaleza de un sector que emerge con la intención de cambiar los hábitos de diversión de cientos de millones de niños y jóvenes. Es comprensible, por eso mismo, que haya padres preocupados y desorientados ante este fenómeno que ha llamado a la puerta de sus casas para quedarse. No es para menos. De los videojuegos más populares llama poderosamente la atención la violencia en la que suelen recrearse, a veces extrema y de una crueldad que aun siendo ficticia produce espanto. El rol que asume el jugador es el de cazador implacable, sanguinario e insaciable. Cuanto más eficaz es como depredador, más laureles cosecha y más avanza en el juego. Ciertamente, es un juego, pero ¿dónde quedan aquí los elementos educadores propios de todo juego? O mejor aún, ¿qué tipo de formación social y afectiva se desprende de esos videojuegos que no sea un puro adiestramiento violento? El debate es complejo y no conviene caer en simplificaciones ni en la tentación de prohibir o recortar todo aquello que no se comprende. Como es natural, los videojuegos han de someterse a las regulaciones propias del sector que establece la Ley en lo que se refiere a edades y contenidos. Pero para muchos padres estas cautelas no bastan y verían con buenos ojos un mayor control legal sobre aquellos de contenido extremo. Es discutible que la Administración deba ir en este terreno más allá que en otros, pues la libertad de creación y de mercado son derechos también fundamentales. Sin embargo, es cierto que el público destinatario es el más vulnerable y sería irresponsable despreciar su influencia en la formación de los adolescentes. Resulta llamativo, por ejemplo, que la ex ministra Aído alertara del «sexismo» de cuentos clásicos como «La Cenicienta» e ignorara la repercusión en la educación de estos nuevos «cuentos» que se juegan en videoconsolas, lapsus que demuestra lo caduco del feminismo socialista. Más que al Estado es a la familia y a la escuela a quienes corresponde educar a los niños y jóvenes en el uso de las nuevas herramientas y posibilidades de ocio, de modo que aprendan a elegir por sí mismos, a discenir de acuerdo a una escala de valores morales y a formar su personalidad sin sucumbir a los mundos paralelos y virtuales.