España

Adiós a la ley «antipiratería» por Pedro Alberto Cruz Sánchez

La Razón
La RazónLa Razón

Se veía venir. Ninguna ley contra el usuario garantizará el descenso de la «piratería» en España y, por ende, la sostenibilidad de las industrias culturales. La necesaria y urgente protección de los derechos de autor y el requerimiento de máxima libertad en la circulación de conocimiento que propugnan los consumidores pone al legislador en una situación harto comprometida y problemática, como para que se pretenda solventar con un golpe en la mesa y en beneficio de una sola de las partes. Como casi siempre sucede en España, se ha pretendido cambiar la praxis sin remontarse al origen. Y, claro está, éste es un camino que conduce a ninguna parte –o lo que es igual, al suicidio seguro.

Lo que España necesita –volvemos a repetirlo por enésima vez– es un cambio radical del sistema cultural y que implique una revolución en el modelo de explotación de negocio de las empresas culturales. Mientras esto no se produzca, vendrán cien, doscientas o millones de leyes «antipiratería» que no van a modificar un ápice la realidad dramática y patética que vivimos en la actualidad.

Además, no se debe olvidar un hecho determinante: la redacción de esta ley se ha producido en un contexto de creciente desconfianza ciudadana como consecuencia del crecimiento desmesurado experimentado, durante estos últimos años, por las entidades intermediarias encargadas de gestionar los derechos de autor. La idea –grabada a fuego en el imaginario colectivo de este país– de que la instalación de estas macroestructuras constituye un serio obstáculo para la circulación del conocimiento entre el conjunto de la población, con ser evidentemente sesgada y falta de multitud de matices, supone un serio obstáculo para la aceptación sin más de cualquier norma que implique una restricción de los modos del usuario, aparte de consumar uno de los principales problemas a los que se enfrenta el sector cultural español a corto plazo: la distancia abismal, en estos momentos insalvable entre el autor y el consumidor.

Para este último, de hecho, el productor de cultura se ha convertido en una figura sospechosa, una suerte de antagonista por el que, a priori y pese a la apetencia personal que pueda tener por su obra, no cabe el más mínimo respeto. O comenzamos a legislar trabajando en estos niveles básicos, o nos dirigimos hacia el abismo. Tiempo al tiempo.