Historia

El Cairo

El burka y la calle

La Razón
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El Gobierno no sabe qué hacer con el burka y está confuso ante la oleada de prohibiciones que recorre Cataluña. Cada ministro parece tener una opinión distinta, alguna tan peregrina como la de Caamaño, el de Justicia, que pretende regular el vestidor de las señoras con una la Ley de Libertad Religiosa, como hacían los censores franquistas con las minifaldas y los escotes. Ni siquiera Bibiana Aído, cuyos discursos han perdido el fuego abrasador de los primeros días, sabe por dónde tirar. Queda lejos aquella tarde que fue a predicar la Alianza de Civilizaciones y le declaró la guerra a la pañoleta musulmana. Armó una buena. Pero ahora, aquella libertadora se ha enredado con el burka, está perpleja. «Es un asunto que conviene analizar con prudencia», ha dicho en ese tono neutro de los funcionarios del catastro. La izquierda parece atascada en la encrucijada y no sabe si quemar burkas como las feministas quemaban sostenes en los 60 o incorporar la prenda al ropero multicultural. Quienes han viajado a países islámicos comprenden a la perfección por qué allí las mujeres salen de casa vestidas como bultos oscuros e informes. De otro modo no darían tres pasos seguidos sin ser acosadas por los mandriles en celo que deambulan ociosos por zocos, plazas y calles. No hay española que haya visitado El Cairo, Damasco o Estambul que no tenga alguna anécdota desagradable que contar al respecto. Por eso se entiende que la mujer renuncie a su imagen social para preservar su dignidad y su libertad de movimientos. Antes que una expresión religiosa, esos hábitos talares son el muro de la vergüenza en la que se parapeta la mujer para cruzar la calle sin más preocupación que la del tráfico. De ahí que oponerse al burka o al velo integral porque «atentan contra la dignidad de la mujer» carezca de fundamento. Nada hay de indigno si quien así viste lo hace libremente. Sin embargo, lo que en el mundo islámico es explicable, en sociedades abiertas como la española no lo es. La razón por la que se puede y se debe prohibir su uso en lugares públicos es por seguridad, sí, pero también por respeto a las reglas del juego. Habitar el espacio común, la plaza pública, exige compartir unos códigos básicos de reciprocidad. Quien oculta su identidad a la vista de los demás rompe una regla elemental de la convivencia: el reconocimiento e identificación mutuos. Quien vela el rostro rompe el pacto tácito de confianza. Por eso no sería aceptable, por ejemplo, que la gente paseara por la calle cubierta con pasamontañas. Un bulto informe que se desliza entre los viandantes no es una persona, sino un signo de interrogación. Un agujero negro. Una incertidumbre. Un desasosiego.