Historia

Estados Unidos

El arte global se desinfla

Imaginemos que alguien propusiese lo siguiente. Uno: que la única solución para el arte contemporáneo fuera prohibirlo y a los artistas, también llamados creadores, perseguirlos.

Un detalle del pabellón suizo en la Bienal de Venecia
Un detalle del pabellón suizo en la Bienal de Venecialarazon

Dos: ni un euro más para el arte contemporáneo, ni público ni privado (se acabaron las excepciones fiscales). Alguien podría proponerlo, incluso ya se había puesto sobre la mesa hace exactamente 50 años, pero como en los sermones bíblicos, nadie escuchó. Nos lo vuelve a recordar Alemania, país serio y por lo tanto paranoico («gurken» o pepino mediante): el arte, a partir de Dadá y Fluxus, su hijo malcriado, es un peligro.

Templo egocéntrico
El pabellón ha cambiado en su frontal neoclásico (reforma de 1938 ordenada por Hitler) «Germania» por «Ego». Entramos a continuación en el templo del arte egocéntrico, del egoísmo, que convierte en verdad la estupidez del primer loco que se apodera del micrófono. Es el Oratorio de Fluxus, creadores de una verdadera santería que ha criado fieles en medio mundo, incluso entre los más pobres e ignorantes. Y en el altar, donde debería estar el hijo de Dios, se sitúa el artista, el creador, un déspota que es capaz de coger un serrucho y partir por la mitad un piano de cola, con lo que cuesta hacerlo y comprarlo. La idea ha sido del desaparecido escritor y dramaturgo Christoph Schlingensief.

Murió hace un año, a los 49 (la Nobel de literatura Elfriede Jelinek dijo: «Nunca pensé que alguien así pudiera morir»), pero le dio tiempo a dejarnos este producto netamente germánico en el que se muestran como ex votos su «merchandising» y se proyectan las películas de aquellos enajenados (o lo eran o lo hacían muy bien) que entraban en trance cantándole una nana a una liebre. Era 196, Maciucas, Beuys y Vostell anunciaron que hay que acabar con el arte si no queremos que él acabe con la sensibilidad del hombre, pero no les tomaron en serio, claro. Ellos hicieron trizas todo lo que pillaron, para que luego llegue Abramovic con su barco a Venecia y se ponga a comprar como un loco. Político es también el Pabellón de Estados Unidos, de Allora & Calzadilla.

Basta ver en la puerta un carro de combate de 60 toneladas boca abajo y sobre sus cadenas una cinta ergométrica en la que corre de vez en cuando un atleta. Dentro (el pabellón de EE UU imita a un pequeño Capitolio), una variante de Estatua de la Libertad está tendida en una cabina de bronceado; la construcción en madera de álamo de los elitistas asientos «business» de Delta y American Airlines; y, por último, un impresionante órgano tubular que en vez de teclado tiene un cajero automático: basta con meter la tarjeta de crédito para suene con todo su fuelle.

Francia ha dejado a un veterano como Christian Boltanski ponga en marcha sus indagaciones sobre la memoria, pero en esta ocasión ha dado un sentido industrial a la vida, cuantificando el azar de nacer y morir. El resultado es espectacular: por una gran rotativa circulan a gran velocidad las fotografías de miles de recién nacidos. Hasta Suiza pide guerra, y nada mejor para esto que reivindicar su verdadero reloj de cuco: la fundacion del dadaísmo en un café de Zurich. La pregunta es: ¿cuánta basura «kitsch» es capaz de soportar la humanidad? Según la confederación helvética, mucha.

Abramovich va de compras
En la Riva dei Sette Martiri, frente a la ropa tendida del Soportego de la Colone, está atracado un barco de 100 metros de eslora, azul marino y de nombre «Luna», cuyo propietario es Roman Abramovich, uno de los hombres más ricos del mundo. La misteriosa nave estaba custodiada por agentes de seguridad. Y es que el color del dinero se deja ver estos días por la Bienal, como nunca. La forma de vestir y cierto estiramiento en las formas han convertido la cita en un escaparate más accesible que la Mostra. Un detalle: los vigilantes de seguridad ahora visten trajes negros entallados, camisa blanca y corbata negra.