Estados Unidos
El piloto de un sueño frustrado por César Vidal
Cuando Obama llegó a la Casa Blanca hace cuatro años, tenía ante si el peor panorama económico que había sufrido EE UU desde la Gran Depresión. La Administración Bush llevaba gastados más de tres billones de dólares en Irak, se habían destruido casi 8,5 millones de empleos y casi tres millones de familias se habían visto desahuciadas a causa de la crisis económica. Tan sólo en 2008, las familias americanas perdieron once billones de dólares, un 18% de su riqueza. El golpe resultaba aún más severo porque con Bush sólo se habían creado tres millones de empleos nuevos, una cifra casi ridícula comparada con los 16 millones de la presidencia de Ronald Reagan o los más de 23 de la de Bill Clinton. El gasto del Gobierno federal había pasado con Bush del 18,5% del PIB al 21% en 2008. Bush había llegado al poder con una nación que tenía un superávit de 125.300 millones. Abandonaba la presidencia dejando tras de sí un déficit de 364.400 millones. Por añadidura, la banca había estado al borde de la quiebra generalizada mientras discurría la campaña; el país contemplaba la destrucción mensual de más de 800.000 puestos de trabajo y nadie se atrevía a aventurar cuándo tendría lugar el fin de dos guerras en el exterior que llegarían a costar un billón de dólares al año, disparando el déficit.
Frente a ese panorama, Obama prometía que remontaría la crisis sin que la clase media tuviera que pagar los platos rotos; defendía una política exterior más dialogante incluso con las naciones más enfrentadas con EE UU; pretendía salvar la división política de la nación y tenía la intención de llevar a cabo un ambicioso programa de reformas que atendiera a necesidades como la cobertura sanitaria nacional o el acceso universal a la educación que no están cubiertas en EE UU de una manera que se asemeje lejanamente a la de las naciones de la UE. Al cabo de pocos meses, quedó de manifiesto que su sueño no se convertiría en realidad. De entrada, los supremacistas islámicos –mucho menos flexibles y mucho más fanáticos que los soviéticos– interpretaron como debilidad los gestos de Obama. Al final, con un gasto militar disparado, Obama ha llevado a cabo una política exterior que no se ha diferenciado de la de Bush. En contra de sus promesas, ni ha cerrado Guantánamo, ni ha derogado la Patriot Act –que limita gravemente las libertades para combatir el terrorismo– y ha mantenido dos conflictos armados, raíz de un astronómico gasto anual que ha aumentado el déficit y que obstaculiza la recuperación.
El mundo es el que es y Obama ha actuado con responsabilidad y realismo, pero los resultados distan mucho de ser los que tanto él como sus votantes esperaban. Acusado de ser musulmán y socialista y de no ser ciudadano americano, Obama se ha enfrentado con una oposición encarnizada que ha sabido utilizar el amor a la libertad de los norteamericanos para intentar frenar un «Obamacare» que no se ha atrevido a a colisionar con el poderosísimo «lobby» sanitario. Porque lo cierto es que su reforma sanitaria ha pretendido conseguir la imposible cuadratura del círculo. Por un lado, ha intentado que, por primera vez en la historia, exista una asistencia sanitaria universal y, por otro, que la industria médica siga conservando sus incomparables privilegios. Hoy, no son escasos los médicos que se niegan a atender a pacientes simplemente porque su cobertura es la del «Medicaid», que cubre sólo a los más humildes.
Tanto en el aspecto exterior como en el de las reformas, Obama ha logrado, como mucho, victorias a medias. Sin embargo, no todo ha sido negativo. Hace ya año y medio se detuvo la destrucción de empleo y la nación comenzó a crecer económicamente. A día de hoy, se han creado más de cinco millones de empleos y el paro ha descendido por debajo del 8%. Así se ha llegado a estas elecciones. Si las gana Obama, tendrá que enfrentarse a nuevo conflicto contra Irán, al aumento del déficit, a un Congreso en manos republicanas y al más que posible final de sus proyectos porque no habrá manera de costearlos. Si las pierde, pasará a engrosar la historia de los presidentes, en su mayoría demócratas, que intentaron abordar reformas esenciales y que contemplaron cómo se estrellaban contra un escollo llamado Vietnam o Wall Street. Habrá pilotado otro sueño roto. Lástima que ese sueño sea, en no escasa medida, el sueño americano.
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