Miranda de Ebro
El automóvil secreto objeto de deseo por Iñigo Moreno y de Arteaga Marqués de Laserna
Después de la guerra civil se vivieron tiempos de privaciones: el pan, que se suponía ser de centeno, debía estar amasado en cuevas profundas o en el África tenebrosa por su color cetrino; la cartilla de racionamiento tasaba lo mismo alimentos que vicios y gozos, porque incluía el tabaco; el gasógeno, especie de joroba que acogía una caldera, se colocó en los coches para poder utilizarlos los días que el gobierno no lo autorizaba para ahorrar la escasa gasolina disponible…
Aunque todo eso ocurrió antes de que yo naciera, mi educación quedó marcada por el recuerdo que mi padre conservaba de esa época de penurias y todavía muestro sus secuelas, entre ellas la admiración beata por el automóvil. Efectivamente, «años pasado habían» y mi progenitor seguía paladeando la emoción de manejar su primer volante, aunque fue el de un humilde seiscientos, y ese sentimiento se lo transmitió a su hijo.
Mireya, en cambio, creció en momentos de euforia y es consumista y rockera:
–Fermín, hay que cambiar de coche, parece el de los Picapiedra.
El denostado vehículo es de fabricación alemana, posee un motor indestructible y mis amorosos cuidados lo han mantenido impecable, pero es verdad que se trata de un modelo que ya no se ve por las carreteras. Pedí catálogos a los amigos concesionarios de automóviles y los deposité en el regazo de Mireya.
–¡Que guay!, exclamó, entusiasmada.
Se refería a un dos plazas, descapotable y pintado de verde como un marciano. Como la experiencia me ha enseñado a rehuir enfrentamientos con mi rubia, comenté lleno de cautela:
–Voy a pedir una prueba. Viajamos hasta San Sebastián, lo comprobamos conduciendo y nos damos un homenaje en el almuerzo.
Dicho y hecho.
Las sensaciones que se viven a bordo de un coche al aire libre son especiales: se siente físicamente la velocidad y la naturaleza parece introducirse dentro para acompañarnos. Sin embargo, también surgen insospechadas novedades.
Salimos de Nájera a las doce de un jueves del mes de Junio y la autopista rebosaba de camiones; estos mastodontes consumen gasoil y una parte importante de la combustión se evacua por el tubo de escape que queda justo a la altura de todo coche descapotable que se precie. El tufo envolvía materialmente la cabina y aunque Mireya protegía la nariz con un precioso pañuelo italiano y se había perfumado sutilmente, cada adelantamiento la sumía en una atmósfera de petrolero.
Acabó dictaminando que Obras Públicas debía tomar medidas contra la contaminación de los transportes pesados, pero, entretanto, no estaría de más que yo maquinara alguna alternativa.
El día era espléndido y en Junio el sol de España, que tantas divisas aporta a la economía patria, puede calentar seriamente la sesera de los hispanos que tengan la osadía de retarlo sin sombrero ni techo en el vehículo. Poco a poco íbamos notando su influencia y el camisero de seda de Mireya, que estaba magnífico y vaporoso cuando salimos, empezaba a mostrar una fastidiosa tendencia a adherirse a su cuerpo.
Mireya, impertérrita, comentó que Donosti estaba más lejos de lo que ella recordaba… Al fin supuso una auténtica liberación llegar al restaurante de Igueldo y zambullirnos en su sombra acogedora.
Hay que reconocer que el pueblo vasco tiene una mano especial para la cocina y ese día el chef estaba inspirado. Además, en los restaurantes de mayor fuste de San Sebastián se considera, acertadamente según mi opinión, que el ajo es un condimento y no un alimento básico.
Salimos eufóricos, el coche había permanecido a la sombra y un horizonte de felicidad se abría ante nosotros: supongo que los políticos se refieren a esa sensación cuando hablan del «estado del bienestar.»
Pero antes de llegar a Miranda de Ebro, las nubes, que venían amenazando tormenta, decidieron haber llegado su momento y descargaron sin piedad. Tuve que detenerme en medio de los descampados para estudiar el libro de instrucciones y descubrir como se despliega la capota «de toda garantía» según reza en la publicidad.
Los folletos deben explicarlo perfectamente en japonés, incluso en coreano, pero las traducciones españolas son confusas y me llevó un cierto tiempo llegar a entender cual era el mando que ordenaba el cierre y qué botón ajustaba afirmado el techo.
Mientras, soporté estoicamente las invectivas de Mireya sobre mi torpeza, que estaban plenamente justificadas porque el camisero de seda se le había pegado al cuerpo, al parecer, para siempre.
A ella le correspondió, como de costumbre, la última palabra:
–Tu siempre has sabido de coches, así que te toca decidir el más oportuno.
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