Felipe González
El indomable luchador por Pilar FERRER
En sus años como diputado por Madrid, tras las primeras elecciones democráticas del setenta y siete, Marcelino lucía su sempiterno jersey de cuello alto y desayunaba café con leche con una pieza de bollería. Era simpático e incansable obsesionado por la legislación laboral. Ello le llevaría a dimitir de su escaño por desacuerdo con una normativa que aprobó el Congreso, bajo el Gobierno de Adolfo Suárez, con el apoyo de su propio partido, el PCE. Es la tónica de un hombre a quien nunca, nada ni nadie, consiguieron doblegar, haciendo bueno su famoso lema, a la salida de la cárcel: «Ni ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar». Porque por encima de todo, era un obrero honrado, eterno luchador. Cuando en el año noventa publicó sus Memorias, utilizó ese título, «Confieso que he luchado» tuvo el detalle de enviar un ejemplar a algunos periodistas que había conocido en su etapa parlamentaria. Pero a Camacho no le iban las alfombras ni los salones. Era un trabajador puro y duro, con las manos encallecidas de esa fría Soria que le vio nacer, en su aldea de Osma-La Rasa, donde su padre era guardagujas de la estación. Él mismo contaba muchas veces como su progenitor le decía que, en aquella España, solo tenía dos salidas. O hacerse cura, o ferroviario. Marcelino escogió la lucha obrera y, tras el levantamiento militar franquista, cortó las vías del tren, cruzó a pie la sierra madrileña y se unió al bando republicano. Juzgado, condenado a trabajos forzados, exiliado y encarcelado, su vida fue dura y de una austeridad ejemplar. El «hombre de la Perkins», como le gustaba definirse en alusión a la fábrica dónde tantos años trabajó, fundó el primer sindicato de España, aquellas Comisiones Obreras que le harían la primera huelga general a Felipe González. A pesar de sus muchas condecoraciones, jamás quiso cambiar de vida, ni de casa, ni de compañera, su fiel Josefina. Solo la cruel enfermedad y la presión de sus dos hijos, Yenia y Marcel, le forzaron a irse de su modesto piso en Carabanchel a otro en Majadahonda, que tenía ascensor. Marcelino vivió y ha muerto como siempre quiso, sin lujos. No entendía de dineros o prebendas. Solo de lucha, sin jefaturas.
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