Literatura

Literatura

Genios e idiotas

La Razón
La RazónLa Razón

Somos propensos a escandalizarnos ante la ferocidad de algunos personajes contemporáneos tristemente célebres por haber asesinado, torturado o violado con brutalidad. Acto seguido surge –como exculpación, como consuelo social– la relación de los antecedentes vitales del «monstruo»: infancia difícil, abandonos, traumas… Cuando uno de estos malvados es noticia, siempre me acuerdo de Edgar Allan Poe. Fue una de las personalidades más atribuladas de la historia de la literatura. Sus cualidades tan diversas, su genio atormentado y esa incontrovertible versatilidad suya siempre lo han puesto a buen recaudo del peligro de ser clasificado. Su obra se compone de pesadillas teñidas del color de la enfermedad, la muerte, el desvarío, los asesinatos terribles. Abrir las páginas de sus libros es escuchar gritos enloquecidos que consiguen rajar de lado a lado el telón sucio e impenetrable de la noche. No hay nada como leer a Poe de noche. En una casa de campo solitaria, a ser posible; arrullados por el aleteo de los grillos y los siseos de los animales nocturnos que compiten en estruendo con la palpitación entrecortada de nuestro corazón delator.
Han calificado al autor norteamericano de «psicópata» dotado de un talento extraordinario, capaz de expresar magistralmente sus propias fobias y la oscuridad atenazante de su anormalidad, de su alma en pena. Los suyos son siempre personajes perturbados, nerviosos, obsesivos, dolientes, locos perdidos. Algunos aseguran que ello es debido a que así era él mismo. Pero es más probable –o a mí me gusta creerlo–, que Poe fuese un soñador. Un soñador, un librepensador, un agrio humorista, un mordaz satírico. Alguien con un deseo incontrolable de huir de la vulgaridad alienada de la vida, de su costumbre que acaba siendo ley. Un ser que encontró cobijo entre las sombras de su imaginación mientras se escondía de las propias de la locura.
Poe nació en Boston, en 1809, era hijo de unos cómicos de la legua estragados por la tuberculosis y el alcohol que le enseñaron una primera visión del mundo desde la cubierta de sus cochambrosas caravanas. Poe se asomó a la vida asociado al séquito mugriento de las compañías de teatro nómadas, que surcaban los ríos del sur de Norteamérica a bordo de barcazas raídas, arribando en todos y cada uno de esos lugares donde posee puertos la miseria. Su padre murió poco después de nacer él, dejando a su madre tísica y con tres niños pequeños en una desgraciada situación económica. La muerte se encargó de saldar todas las deudas de la pobre mujer. Y de suministrar a Poe un modelo de doncella al que se aferró toda su vida: la bella melancólica, trémula de fragilidad, prisionera de un destino fatal. La mujer que no tiene remedio, condenada a recibir al infortunio en su regazo como a un amante que siempre le estuviera besando los labios. Poe narró historias extraordinarias y horrendas –en vez de matar o destruir– porque era sabio. Ésa es la diferencia entre el genio (Poe) y el idiota (el criminal del momento).