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Víctimas del 11-M: «No he vuelto a montar en tren ni soporto su pitido»

Familiares y supervivientes del 11-M recuerdan cómo vivieron la masacre

I. González de Castro «Me sentí culpable de vivir»
I. González de Castro «Me sentí culpable de vivir»larazon

MADRID-Han pasado siete años desde la masacre del 11 de marzo. Apenas se aproxima este día en el calendario, cada año, de lunes a viernes, de estación a estación, las víctimas reviven la nube de explosivos que paró su reloj. Ninguno quiere volver a la estación de Atocha, no soportan el pitido del tren. Algunos se encerraron en el silencio, otros en el recuerdo, en la cercanía a otras víctimas...

LA RAZÓN se ha asomado a cuatro de las cientos de historias que se quedaron atrapadas en aquellos vagones, a cuatro vidas marcadas por el horror y el odio de unos terroristas que atacaron a la gente «normal», a los que, simplemente, cogían el tren para ir a trabajar, como cada día. Los que lograron sobrevivir y las familiares de las víctimas creen que «la investigación debería continuar» y no entienden por qué se destruyeron las pruebas tan pronto y por eso, persiguen la «verdad» mientras abrazan sus recuerdos.


Myriam Pedraza
«¿Pero cuántas vidas tienes?»

Tenía 25 años. Sus rizos dorados, sus ojos celestes que miraban ilusionados el pasar de la vida, su voz... todo se quedó en esa fotografía que aún conserva su madre, Ángeles Pedraza, en la cartera. Le encantaba Córdoba, bailar y vestirse de «faralaes». Coqueta, presumida, vital... antes de irse al trabajo, en una gestoría, Miryam se levantó, como siempre, dos horas antes para arreglarse. Le encantaba ir de tiendas. «Éstos son los zapatos de mi vida», solía decir a su madre cada vez que se enamoraba de unos nuevos. «¿Pero cuántas vidas tienes?, siempre dices lo mismo», le respondía su madre. La noche anterior, recuerda Pedraza, le había pedido una maleta para irse a Londres el fin de semana. «Nunca pensé que su viaje sería tan largo y para siempre». Estaba ilusionada. Iba a firmar la compra de una casa y en su bolso llevaba unas entradas que había conseguido para Montmeló. Le encantaba Fernando Alonso y Alejandro Sanz. «Cada año su ausencia duele más. Muchas veces me preguntan por qué soy presidenta de la AVT. Hay días que me quedaría en la cama, pero lucho por mi hija, porque ella haría lo mismo».


José María García Sánchez
«Todos los días espero que aparezca por la puerta»

Era muy detallista y le encantaba celebrar todos los cumpleaños. Cada mañana, al irse a trabajar, procuraba que su mujer, Mati Sáez, no se despertara. Aquella mañana hizo más ruido de la cuenta y pudo despedirle. «Todos los días espero que aparezca por la puerta». Su marido ha sido uno de los grandes olvidados. Otra de las víctimas tiene los mismos apellidos y se llama también José, por lo que incluso han llegado a confundirlo o a pasarle por alto.


Óscar Yamil
«Nunca he vuelto a montar»

Acababa de instalarse en Madrid hacía unos meses. Adormecido, se sentó en el vagón abrazando su mochila. Logró sobrevivir a la explosión, pero le reventó los tímpanos. «Tuve problemas con los vecinos por el elevado volumen de la televisión y estuve tres meses sin cobrar el paro». Aún se vuelve loco cuando escucha el pitido del tren. «Nunca he vuelto a montar, ni dejo que suban mis hijos». En el suelo, se tocó el pecho y al ver que no se podía levantar, creyó que estaba muerto: «Me dije que así era la muerte». «Lo más duro fue escuchar los gritos de algunos que no encontraban sus piernas».


 I. González de Castro
«Me sentí culpable de vivir»

Aquella mañana desayunó sólo un café. Sus recuerdos se han mermado un 75 por ciento, la minusvalía que le reconocieron tras la explosión. Era guardia civil y subió al tren, como cada mañana, rumbo a su trabajo en el Seprona. «Me cambié de vagón al ver a un compañero y eso me salvó la vida». Aquella masacre le obliga a ser un jubilado con 36 años. Recuerda cómo, tras la explosión, empezó a sacar a la gente del vagón. «Se me murieron cuatro personas en mis brazos y arrancamos los asientos para que nos sirvieran de camilla». Después, «me sentí culpable de vivir». Le impresionaron aquellos «ojos abiertos de las víctimas, el silencio de los heridos y el sonido de los móviles». La compañía de sus perros han sido su mejor terapia. «Me obligaban a levantarme de la cama». Una semana después de la masacre le destinaron al País Vasco, recuerda con dolor.