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Melancolía en el corzo

Según reconoce su propietario, el noventa por ciento de los clientes de El Corzo somos fumadores. Desde que el local abrió sus puertas hace más de cuarenta años, juraría que se conserva en su atmósfera algo del aliento bautismal, a pesar de lo mucho que el nuevo empresario se esmera al mentolar el aire con algo que expande cierto aroma a desinfectante cinematográfico. Yo he sido siempre el cliente más fumador en medio de un contingente de hombres y mujeres en el que tanto manda el humo. Una parte de la luz dorada que domina el aire se debe sin duda a mis cigarrillos, igual que en los buenos tiempos mi contribución económica suponía el veinte por ciento de la recaudación y mis frases en los posavasos de papel constituían en cierto modo la crónica autógrafa de muchos años de concurrida y patológica soledad personal en un local en el que la mayoría de todos nosotros tenemos ya más recuerdos que esperanzas. De un tiempo a esta parte la clientela ha disminuido y yo he tomado nota de que si algunos de sus devotos más fieles dejaron de serlo no fue porque hubiesen elegido otro bar, sino porque cambiaron de costumbres y salen poco, o, simplemente, porque a veces la muerte es en la pequeña barra de El Corzo la única mujer interesante. Estuve allí en la madrugada de ayer con mi amigo Pruden Exojo y aunque él no dijo nada, yo sé que no le pasó inadvertido que la afluencia nada tenía que ver con la que yo he retratado tantas veces en mis columnas del periódico. Le dije a mi amigo que en los buenos tiempos estábamos todos tan apretados alrededor de la entrañable barra de El Corzo, que era literalmente imposible guardar un secreto y volver a casa en verano sin llevar en la piel el sudor de otro. En la madrugada de ayer me encontré allí con el psiquiatra Ramiro Touriño, que estaba un poco vencido por la melancolía y me dijo que muchos de nuestros mejores amigos habían sucumbido al peso empobrecedor de sus pensiones de divorcio y ya no salían o se habían mudado en silencio con sus babuchas de hospital a descansar vuelta y vuelta en las esquelas de los periódicos. Yo llevo unos cuantos días entumecido por el merodeo de la jodida depresión y estuve tentado de convertir nuestro reencuentro en una sesión de psiquiatría. Luego lo pensé mejor y me contuve. Supuse que bastantes quebraderos de cabeza tendría ya mi amigo psiquiatra mientras seguramente le daba vueltas a la idea de que la próxima vez que nos viésemos, a uno de los dos le olería sospechosamente a madera el aliento. La verdad es que en la atmósfera de El Corzo había poco humo y que la única mujer que entró fue una sobreactuada chica de sombrero que hablaba explícita, escupida y metálica como el doblaje de Humphrey Bogart.
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