Barcelona
No todo lo que brilla es «rock'n'roll» por Sabino Méndez
El columnista de LA RAZÓN recuerda la historia de ambos músicos ahora que se han vuelto a unir para tocar juntos
Se cumplen ahora precisamente 32 años de la tarde que conocí a José María Sanz «Loquillo» en uno de esos bares barceloneses de rock'n'roll creados por la naturaleza como sucedáneo de la sauna o el baño turco. Esta semana última, con motivo de la aparición de nuestro nuevo disco, la Prensa coincidía en ponernos a ambos por las nubes. Un medio destacaba de él que era la actitud y la presencia que, por antonomasia, encarnaba actualmente el rock español. Otro me llamaba a mí «el hombre pensante, el de las letras geniales pegadas a la calle». Permítanme la tonta vanidad de disfrutar de ese raro momento de unanimidad en la Prensa española.
Estuvimos dos horas firmando discos en una tienda y la cola bajaba por las escaleras hasta llegar a la planta baja. Charlando con periodistas y seguidores, me di cuenta de que disponían tan sólo de la versión épica de las biografías de rock sobre nosotros. La cotidianidad, las pequeñas historias groseras del día a día de ese mundo aparentemente estelar, quedaban ocultas. Transmitírselas sería difícil; somos del tipo de personas que gustan de hablar con la gente, pero hacerlo con todo el mundo solo está al alcance de un superhéroe.
Vale la pena recordar el camino de minucias que han jalonado esa vida de rock'n'roll. Por ejemplo, la primera compañía barcelonesa dónde grabamos nuestro primer disco, Discos Cúspide, estaba instalada en un bajo y era la amorosa creación de Narcís y Albert Vidal, una pareja de hermanos que actuaban haciéndose pasar por latinoamericanos para endosar su cuidado repertorio de boleros. Aún recuerdo el pequeño piso en el que santificaban un lugar de preeminencia al piano. Unos de sus descendientes se convirtió con el tiempo en un brillante pianista de jazz. La compañía de discos, un David entre Goliats, habla de la vitalidad de la clase media barcelonesa de aquel tiempo. Para ellos éramos como los marcianos de Tim Burton, pero siempre hacían un esfuerzo de comprensión cuando nos veían aparecer con nuestras extrañas pintas.
La España gris
Ese es otro buen motivo de recuerdo: la apariencia indumentaria. Es difícil imaginar ahora cuan gris era la España de aquel tiempo; así que nuestras vestimentas las conseguíamos como podíamos y, contra el probable consejo de nuestros mejores amigos, las paseábamos con orgullo por la calle. A raíz de ello, un día, una muchedumbre me dio una monumental paliza en uno de los barrios portuarios de Barcelona. A Loquillo, cuya accesibilidad para esos menesteres estaba mejor protegida por sus dos metros, se limitaban a insultarle en el metro llamándole Travolta, lo cual provocaba acto seguido una reyerta en los andenes no menos monumental. Todo eso cambió cuando vinimos a tocar a Madrid. Descubrimos que, no sólo no te pegaban por esas cosas, sino que además había mucha gente vestida como nosotros provenientes de todas partes de España. Entiendan el cariño que le tenemos a esta ciudad.
Con la fama y el dinero llegaron las tensiones. Habíamos crecido y triunfado con una labor a medias desde los dieciocho años y era difícil saber dónde empezaba uno y terminaba el otro. La única manera de averiguarlo, de conocer cada uno hasta dónde llegaba su propia identidad, era que cada uno tomara su camino. No iba a ser fácil esa ruptura.
A lo largo de los primeros años de triunfos nos habíamos encontrado con frecuencia con el tipo de productor, directivo de discográfica o manager basado en el tópico del estricto bebedor de gaseosa. Nuestra manera de ganarles por la mano era llevar un ritmo de vida que casi nadie podía seguir. En otras palabras: una nueva victoria del alcohol (y sus naturales complementos) sobre el agua.
Tal dieta, lógicamente, provocaba su efecto sobre los nervios y no éramos las personas precisamente más preparadas para una separación cordial. La hicimos a golpe de corazón, pero fue bueno. Contra lo que dicta la leyenda urbana, nunca llegamos a las manos, ni siquiera a negarnos el saludo. Que corrieran las leyendas nos lo habíamos ganado a pulso.
Había testigos de que yo había abofeteado a un directivo de una discográfica y de que Loquillo se había fracturado los nudillos practicándole una operación de estética por la vía rápida a un diseñador de moda. Pero cuando nos encontrábamos en algún sarao nos saludábamos fríamente y se imponía la distancia. Era, sin embargo, reconfortante saber que el otro seguía ahí.
Por eso, cuando nos reunimos para grabar de nuevo, sabíamos exactamente lo que íbamos a hacer. Y parece que ha sido bien recibido. No es extraño. Se empiezan a conocer las particularidades de nuestros caracteres y yo diría que hasta resultan entrañables. Uno de los seguidores que vino a la firma era lector de estas columnas y le pregunté qué le gustaba de ellas. Me dijo que el sarcasmo casi británico. Bienvenido sea.
✕
Accede a tu cuenta para comentar