Galicia

Vuelven a llamarle «Pepiño»

Es un formidable creador de eslóganes, de expresiones ocurrentes y latiguillos contagiosos.

La Razón
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Llegó al ministerio evocando a Indalecio Prieto, planificador de ferrocarriles, carreteras, trasvases y pantanos, el primer socialista que dirigió las Obras Públicas y que convocó a la oposición al pacto de las grandes infraestructuras que requería España. José Blanco, nombrado ministro hace ahora dos años, colgó los guantes que había usado en Ferraz para castigar el mentón del adversario y encargó un traje institucional a la medida del forjador de consensos que siempre había llevado dentro. Explicó el nuevo ministro que su anterior papel de «látigo del PP» era una exigencia del guión que él había cumplido –entendía– no con gusto pero sí con eficacia, y así debía haber sido a juzgar por la aversión que, hasta aquel momento, despertaba en los portavoces populares. La nueva vida del nuevo José Blanco llevó a Esperanza Aguirre a celebrar su «cambio de talante» el mismo día que Rajoy valoró «positivamente sus nuevas formas». Tal era la simpatía que despertaba ahora el ministro en el PP y sus comentaristas afines, que hasta dejaron de llamarle «Pepiño». Don José, al mirar al espejo, empezaba a encontrar ese cierto aire a don Inda que tanto le agradaba. A la vuelta de un año empezaron las curvas. La señora Merkel empitonó a Zapatero con la tijera de podar y el ministerio de inversión se convirtió, de pronto, en el ministerio menguante. El ministro empezó a predicar la bondad de las privatizaciones parciales, salvó los proyectos que pudo –el AVE a Galicia, su principal legado– y pronunció su célebre diagnóstico de cinco palabras: «esto no da para más». En Ferraz, al mismo tiempo, sonaban las sirenas de alarma: la demoscopia andaba encabritada y Leire Pajín había salido rana. El aterrizaje de un ovni llamado Marcelino Iglesias significaba, en realidad, otra cosa: el retorno a su puesto del Blanco de siempre, el que calcula, el que manda y el que habla. La fábrica de argumentarios del partido, oxidada en la época Pajín por ausencia de combustible sólido, debía ponerse de nuevo en marcha. Y en eso, Blanco no tiene rival, ni siquiera Rubalcaba. Es un formidable creador de eslóganes, de expresiones ocurrentes y latiguillos contagiosos. Él inventó el «ruido de cheques» cuando el tamayazo; inventó «la derecha extrema» como versión atemperada de «la extrema derecha»; popularizó el término «neocon», bien es verdad que sin saber exactamente qué significaba la cosa, y acaba de bautizar la candidatura de Camps como «lista paritaria» porque lleva tantos imputados como no imputados. Ésta última es muy buena. Pons y Cospedal, en el PP, tratan de igualar el juego poniendo en circulación sus propias expresiones pegadizas. Sacrifican, como Blanco, el rigor intelectual en favor de la erosión demagógica del adversario, pero están a años luz de la habilidad consumada del gallego. Su mente es una factoría inagotable de estribillos para mítines. En tiempos amargos como los que sufre hoy su partido, Blanco sacrifica a don Inda para volver a ser el propagandista de los guantes de acero. Por eso el PP, y sus comentaristas más afines, vuelven a llamarle «Pepiño».