Los Ángeles
Clase con el viejo profesor
Acercarse a la obra de Cohen no es fácil. El de su mundo interior es un terreno espinoso, desgarrador, complicado. Como intentar aficionarse al whisky solo, una gimnasia para el alma que Cohen practica con asiduidad. Él estuvo en todos los lugares donde se cocinaba la época dorada del rock & roll, Chelsea Hotel incluido. Pero empezó a ser conocido como escritor, y, a los 33 años, decidió dejarlo por la música. En 1966 publicó «Hermosos perdedores», una historia melancólica de amor, y nunca más publicó hasta 2006. Dos años después, con el mismo aliento, salió a la calle «Songs of Leonard Cohen», su primer disco.
Cohen cuenta que siempre había querido ser músico desde que en Montreal, de donde es originario, le enseñó a tocar la guitarra un gitano andaluz que pedía para sobrevivir con su guitarra. Y luego fue Lorca el otro que «arruinó» su vida. De él extrajo esa cierta mística, un carné de explorador del corazón. Ninguno de sus discos son fáciles, hay a quien le parecen un aburrimiento tremendo. Pero el que se atreve a entrar en su mundo, descubre que lo cotidiano y lo trascendente están unidos. Sus canciones son profundamente populares y espirituales. Cohen, nacido en el seno de una familia judía, es un budista reconocido. En 1994 lo dejó todo para recluirse en un templo en Los Ángeles, y no produjo ni una sola canción hasta 2001. De hecho, puede que sus planes fueran dejarlo todo, pero en 2005 descubrió que la agente Kelley Lynch le había estafado 5 millones de dólares mientras estaba en el monasterio. Aunque ganó el juicio, Lynch ya se había dado a la fuga. Así que tuvo que volver a escribir y a la carretera, donde ahora, a sus 77 años, sigue haciendo camino.
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