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Japón entre la nuclear y la dependencia por Alfredo Semprún

La Razón
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Pese a la poderosa corriente revisionista que atribuye el ataque japonés de Pearl Harbor a una deliberada provocación de Estados Unidos, lo cierto es que ni Washington ni Londres creyeron que el Imperio del Sol elegiría la senda de la guerra. En 1941, los nipones libraban una dura batalla en China, tenían que guarecer la frontera siberiana con Rusia y trataron de yugular las rutas de abastecimiento a los patriotas de Chiang Kai Chek con la ocupación de la Indochina francesa, tras un acuerdo impuesto al débil Gobierno de Vichy.

La respuesta de las potencias occidentales, que veían en el expansionismo japonés una amenaza clara a sus posiciones asiáticas, fue estrangular paulatinamente su economía mediante la aplicación de un programa de sanciones comerciales. De esa forma, pensaban, Tokio se vería obligado a desistir de su aventura china so pena de arriesgarse a una guerra con Estados Unidos e Inglaterra que no podrían ganar. El programa incluía el bloqueo de los fondos japoneses en el exterior y el embargo de las importaciones de chatarra y petróleo, materias primas de las que Japón carecía.

Tokio intentó negociar una salida que no supusiera la retirada de sus tropas de China, sin que Washington diera su brazo a torcer. La historia es de sobra sabida: cuando las reservas de petróleo cayeron a menos de un año, se puso en marcha el plan del almirante Yamamoto y la Armada nipona, tras deshacerse de los acorazados gringos en Hawai, se lanzó, casi sin oposición, sobre las posiciones británicas y holandesas, ricas en petróleo, de lo que hoy son Indonesia y Malasia.

El cálculo norteamericano se demostró, sin embargo, exacto en lo fundamental: Japón no podría ganar esa guerra.

De la derrota, los japoneses extrajeron, entre otras, la conclusión de que debían procurar una cierta suficiencia energética y maniobrar con sabiduría para mantener abiertas sus vías comerciales sin disgustar al poderoso amigo americano. Era lógico, y más tras la primera crisis del petróleo, que se inclinaran por la opción nuclear, pero no sólo Japón ha sido uno de los países pioneros en el desarrollo de la energía solar, en especial la fotovoltaica, que le ha convertido en el tercer país del mundo por potencia instalada. También ha investigado en la eólica y maremotriz.

La terrible catástrofe de 2011, que provocó el accidente de la central atómica de Fukushima y el subsiguiente cierre cautelar de sus 54 reactores nucleares, ha llevado a Japón a un nuevo dilema en cuanto a la elección de sus fuentes energéticas. No puede seguir importando gas, carbón y petróleo en las cantidades actuales, so pena de dañar para muchos años su balance comercial, y, al mismo tiempo, se encuentra con una creciente oposición ciudadana a la reconexión de las centrales nucleares, que es la opción elegida por el nuevo Gobierno.

Y con una «incomodidad» añadida: el programa de sanciones contra Irán, en el que se incluye el embargo petrolero, deja a Tokio sin uno de sus principales proveedores en un momento muy delicado. De hecho, la producción iraní se ha reducido a la mitad, con unas pérdidas calculadas en 2.500 millones de euros mensuales, lo que llevará al régimen de los ayatolás a una difícil situación interna, con más paro e inflación. Pero se confía en que las sanciones aprobadas por Estados Unidos y la Unión Europea conseguirán doblegar a los iraníes haciéndoles renunciar a su programa de enriquecimiento de uranio.

Es muy probable, pues, que la energía nuclear tenga todavía una larga vida en Japón. Al menos veinte años más, que es el tiempo en el que los más optimistas calculan que las fuentes alternativas –solar y eólica– tendrán la suficiente potencia instalada. De hecho, el duro informe sobre la tragedia de Fukushima, hecho público esta semana, se cuida mucho de proscribir las nucleares. Lo que dice, en palabras simples, es que el Estado debe velar para que el afán de lucro no deje a los ciudadanos al albur de otro terremoto.



El precio que pagará Rusia por su apoyo a Asad

En cuanto al océano, la geografía no se ha portado demasiado bien con Rusia. Pasos estrechos y mares helados han condicionado la estrategia naval del gran imperio europeo. De hecho, fuera del territorio nacional, la Armada rusa no dispone más que de un puerto donde reabastecer sus cruceros y portaaviones, reparar averías y dar descanso a las tripulaciones. Ese puerto es Tartus –la antigua Tortosa oriental de los tiempos de las Cruzadas– y está en Siria. En la base hay destacados unos 400 militares rusos y un centenar de técnicos navales. Los buques de la flota del Mar Negro la visitan con regularidad en sus excursiones por el Mediterráneo. Sin Tartus, la presencia y la capacidad operativa de la flota rusa más allá del Bósforo se vería drásticamente reducida. Ése es, sin duda, el precio que Hillary Clinton pretende hacer pagar a Moscú. (Foto: Ap)