Historia
El carpintero de Bengasi
En el momento de su descolonización, Libia era un gran espacio de tierra sin valor, una mortaja de arena, un solar casi sin sombras en el que a duras penas medraba el polvo. El mundo lo había situado en el mapa con motivo de las batallas de blindados entre ingleses y alemanes en medio del desierto, donde Rommel y Montgomery dirimieron de qué lado caería la gloria y a quién se le vendría encima el ostracismo. Libia se convirtió luego en uno de los países más ricos de África gracias a la generosidad de sus bolsas de petróleo. Ahora es el foco de atención del mundo, expectante ante la represión de Muammar Gadafi contra la población empeñada en desobedecer su autoridad de tirano. Como Libia tiene riquezas importantes, allí se dirimen ahora juntos la dignidad del hombre y el valor del dinero, la trágica peripecia humana y la fluctuación de los mercados, las reservas de petróleo y las bolsas de sangre. Hace años se consideraba a Gadafi un personaje carismático, y aunque a nadie se le ocultaban ni su crueldad ni su despotismo, la progresía internacional no dudaba en ponerse de su lado cuando el enemigo del coronel era el presidente Ronald Reagan. Con el paso de los años, el viejo «cowboy» cotiza al alza en la memoria histórica y, en cambio, el dictador libio asoma en televisión en una atmósfera subterránea con un discurso intimidatorio en el que a nadie se le oculta la evidencia de que él mismo sabe cercano su final, su fracaso, quién sabe si su sepulcro. Demacrado por la furia, poseído por una descentrada arrogancia de loco, Gadafi produce en la pequeña pantalla la sensación de tratarse de las imágenes recordatorias de los últimos momentos de cualquier dictador que le haya precedido en circunstancias semejantes. No era el del tirano libio el rostro firme y sereno de la numismática, sino los rasgos desdibujados, perplejos, de quien acaba de darse cuenta de que esos golpes al otro lado de la puerta los da con implacable ritmo de relojería el carpintero de Bengasi que prepara su cadalso. Al final el pueblo llano se saldrá con la suya y si Gadafi no mueve las piernas, podría acabar muerto como un perro, como acabó Ceaucescu en aquel momento de Rumanía en el que los tumultos callejeros lo desbordaron todo en una obvia demostración de que la gente no pierde el miedo mientras por el día los muchachos se distraen del apetito secando el sudor al fuego, sino cuando por la noche a los niños los despierta de repente el hambre.
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