Asia

Bruselas

El tobogán europeo

La Razón
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Estamos leyendo la novela de Europa o de las Europas posibles, aunque tal vez tan sólo la hemos iniciado y todo hace temer que carece de final e incluso hay pesimistas que aseguran que habrá ya que abandonar esta lectura en cualquier momento. Parecía que los antiguos forjadores de la idea europea de una sola patria o varias sin fronteras o de un federalismo a lo estadounidense, eso sí, con multitud de lenguas e historias contradictorias, cuantos se habían decantado por la política podrían ganar la batalla a los economicistas, a los que, desde un comienzo, sólo les atrajo el complejo siderúrgico franco-alemán. En definitiva, la novela ya empezó mal, al final de una guerra, con pobreza y rencores. Conviene recordar el neorrealismo italiano: unos rayos de sol como único calor para los pobres. Pero, poco a poco, el argumento va cobrando fuerza. Llegan dólares de unos EEUU que se protegen de la URSS con paraguas europeo y va construyéndose un continente cuyo objetivo consiste en poder equipararse algún día a las entonces dos grandes potencias. Pero hace ya muchos años que EE.UU., en cierta decadencia, aunque poderosa e imperial, se inclinó por Asia y sólo tuteló una Europa muy compleja vista desde lejos, porque política unitaria europea, como tal, apenas existe. Vencieron los economicistas que entienden el crecimiento en países y habitantes como la ampliación de un mercado de clientes en el que se proponen hacer mejores negocios. Y, como en cualquier novela o guión cinematográfico, hay que inyectarle cierto dramatismo, algo de suspense. Por ello se permite que Don Mercado, a quien tanto se reverencia, gane buen dinero en pocas horas, en el intradía. Tales operaciones implican rapidez de ejecución. Añaden ritmo. Los conservadores británicos que, como insulares, están con un pie dentro y otro fuera de Europa y que ahora tendrán que compartir su eurofobia, disfrazada de escepticismo, con los liberales, menos agresivos al respecto, no quisieron en su momento formar parte del club del euro, que tantos beneficios prometía. Se dijo que la moneda había de ser el factor unificador, pero las monedas –por sólidas que sean– no disponen de ideología ni de alma y no desean sino multiplicarse. La vieja, noble y tan guerrera Europa descendió poco a poco, a medida que avanza la novela, por el tobogán de las desdichas. Y llegó a convertir, incluso, a Zapatero, cual nuevo Pablo, a la llamada de Bruselas y de Obama, en otro fiel servidor de Don Mercado. El Presidente vio la luz cegadora y cerró una espita que nunca hubiera debido abrirse. No seremos Grecia, pero poco nos falta, dada la tutela a la que se nos ha sometido. La Europa imaginada como país de iguales había aceptado que Alemania –aún antes de la reunificación, que tan cara le cuesta todavía– se convirtiera en locomotora de un tren de incierto destino. Pero la gran crisis que estamos soportando no tiene sus orígenes en Europa, ni siquiera en el euro, sino en el ajeno dólar. Brotó de operaciones fraudulentas y hasta delictivas, pero como el capital posee sus secretos caminos que quieren ignorar los políticos, he aquí que nos infectamos de hipotecas basura y en ésas andamos todavía. Hicimos una mala operación, porque el novelista así lo quiso, al dejar en manos de economicistas una idea política que tenía aquel punto de ideal que había de permitirnos convertir Europa en un hecho tangible. Se hablaba de la «de los mercaderes» con cierto desprecio, creyendo que existía otra más noble y con futuro. Tal vez sobreviva, porque estamos tan sólo a comienzos del relato y acabe todo en «happy end» y el beso final. Esta novela, si deseáramos clasificarla, resultaría de género ambiguo, indefinido, ahora, próxima al terror. La estamos viviendo con angustia. Su tiempo interno puede ser reversible. Hay quienes creen que volveremos a tiempos de carreteras con baches, a estrecharnos tanto el cinturón que acabará ahogándonos; que desaparecerá el euro y regresaremos al pasado, al neorrealismo. Las ideologías se han disuelto en partidos dirigidos por políticos ineficientes, llenos de dudas o prejuicios. Las páginas que estamos viviendo no son divertidas, pero se auguran para el próximo otoño, peores todavía. Don Mercado se ha convertido en el personaje de referencia, pero Doña Especulación y sus satélites financieros han cobrado en las últimas páginas mucho protagonismo. Aquél nos ofrece una dosis de euforia y, al día siguiente, otra de suspicacias. Abre caminos a Doña Especulación que va más allá de las fronteras de Europa y alcanza al mundo mundial, salvo algún país cuya indigencia no merece sino una línea de conmiseración. ¿Quién querría pasar esta realidad a palabras o imágenes en un tiempo que resulta siempre incógnito? Aquellas clases sobre las que basó Carlos Marx, el argumento de la historia ya no son lo que eran, aunque, de seguir así, tal vez retornen con otros hábitos, que no hacen al monje. Como los secuestrados acabamos creyendo que la culpa de este retroceso es sólo nuestra. Nos pasamos de ricos, pero no fue así. Don Mercado aseguraba que todo era nuestro y posible. Una sola moneda nos llevó desde la punta de la Europa del Sur hasta Rusia. Esta novela, que tiende para tantos a la catástrofe y nos obligan a leer o vivir ¿es sólo ficción o ya realidad?