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Melilla

La máquina

Acaba de cerrar en la Unión India la última fábrica de máquinas de escribir como si a una mariposa le aventaras el polvillo de las alas que le permiten volar.

La Razón
La RazónLa Razón

La máquina ha muerto y, sorprendentemente, no se ha desgarrado el mundo. Una amante universal que apenas ha vivido 150 años, desde la industrial y neoyorquina «Remington», y que no resucitará jamás ante el avance arrasador de los nuevos bárbaros de los sms. Fue humildísima, dura y apenas pedía nada a cambio, aunque en los años 50, todavía, caballeros con maletín de médico iban por las casas limpiándolas con gamuzas y aceites suaves como embalsamadores de colibríes.

Era leal; Hemingway o Scott Fitzgerald podían en ellas escribir borrachos sus mejores páginas cuando ahora el ordenador te traiciona con erratas por una sola copa de licor. Con la dureza de su teclado, la máquina era abstemia por ti y permitía, sumisa, que golpearas brutalmente el carro en el crujir de las metáforas. En la II Guerra Mundial o en Corea, las semiportátiles mezclaban sus entrañas con las tripas de los corresponsales de guerra y nunca tuvieron una necrológica.

Feminismo mecanografiado
Ellas soportaron la mejor literatura universal del siglo XX porque tenían un alma que ignora el ordenador impersonal y friolento. Decía Francisco Umbral que el computador le cambiaba el estilo, y cuando no pudo levantarse dictaba a España, su mujer, que le hacía de informática. Por un tiempo me proveía de máquinas de escribir desde Brasil y, clausurado aquel abastecimiento fui heredando, gracias a España, las múltiples de Paco, surtiéndome mis amigos de Melilla de las cintas tintadas. Fueron hasta feministas abriendo una puerta de trabajo a las mecanógrafas. El día que la última en uso deje de teclear, un silencio estruendoso se extenderá por el mundo on-line.