Cine

Francia

Pedro Almodóvar en carne viva

No las tenía todas consigo el director manchego, pero en Cannes hubo ayer aplausos tras la proyección de «La piel que habito», que dicen los entendidos, ya huele a Palma . «Es mi filme más austero», proclama un cineasta que ha decidido prescindir esta vez de florituras.

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Pedro Almodóvar ha despellejado su estilo, le ha hecho la manicura, le ha rapado la cabeza. Ha prescindido de florituras para dejar en los huesos la historia de un «amour fou» necrófilo que es, también, la crónica de una venganza servida en frío, el relato de una supervivencia extrema, un cuento moral sobre los peligros de la ciencia y el retrato de una familia disfuncional con pocos escrúpulos. La austeridad formal de «La piel que habito» tensa aún más la plausibilidad de una película suicida, funambulista, que se bebe la sangre de sus personajes sin mancharse de rojo, que presenta un giro argumental que obliga a punta de pistola a que el espectador comulgue con ruedas de molino, y que lo consigue desde una contención que convierte lo increíble en lógica aplastante. Si este año Almodóvar no se lleva premio gordo en Cannes, apaga y vámonos.

«La piel que habito» supone el regreso de Antonio Banderas a la filmografía de Almodóvar después de dos décadas. Robert Ledgard, el cirujano plástico que experimenta con humanos los avances de la transgénesis, es, en cierto modo, el reverso hierático del Ricky de «Átame», su último papel con Almodóvar. Se nota que el cineasta ha atado bien corto a Banderas: es una interpretación sin asideros, desnuda como un maniquí abandonado, desprovista del histrionismo que el actor ha explotado en su exilio americano. «Pedro me ha exigido un trabajo muy económico gestualmente, muy minimalista», explicaba Banderas. «Robert acarrea un mundo interiorizado, y eso pide una tonalidad continua durante toda la película. Es el tono de una trompeta tibetana, un sonido antiguo, atormentado, del que no sabes qué esperar».


«Quería domesticarme»
Parece que el reencuentro no ha sido un camino de rosas. Es bien sabido que Almodóvar es extremadamente exigente con los actores y Banderas hizo sabias cabriolas para no desvelar los peores momentos de una relación que ha vuelto a dar sus frutos. «Me llamó dos meses antes para ensayar, pero en realidad lo que quería era domesticarme. Durante ese lapso de tiempo hubo momentos de ruptura, de sentir que no íbamos en la misma dirección. Pedro te empuja a lugares desconocidos en los que los actores nos sentimos muy inseguros. Al principio ofreces resistencia, dices "yo aquí me planto", pero luego siempre llega la rendición. Fue su manera de recordarme cómo trabajaba en los años ochenta, una época en la que, por lo que parece, yo tenía una manera muy sofisticada de engañarme». Por su parte, Almodóvar evitó hablar de conflictos: «Me he encontrado con el mismo Antonio alegre, arrollador, gamberro y generoso, como si no hubieran pasado veinte años».

Cuenta el director de «Volver» que ha querido hacer un thriller de los años cuarenta, estilo Fritz Lang, y que sólo tenía una película en la cabeza como referente, los «Ojos sin rostro» de Georges Franju. El «mad doctor» que interpreta Banderas es el «Titán que le robó la luz para dársela a los mortales», ese mito de Prometeo que Mary W. Shelley reinventó en su «Frankenstein». Sin embargo, «La piel que habito» es muchas más cosas: por ejemplo, un «giallo» de Mario Bava o Dario Argento dirigido a dos manos por el Hitchcock de «Vértigo» y el Wyler de «El coleccionista». Almodóvar, que se ha basado en la novela «Tarántula», de Thierry Jonquet, ha compensado los excesos con una puesta de escena que sabe contener la respiración: «Es mi película más austera. Para mí eso es una novedad, aunque sé que no puedo llegar a la austeridad absoluta. Quería contrarrestar el horror de la historia. Así todo resulta más intenso».

¿Y cuál es «el horror de la historia?» El doctor Ledgard tiene secuestrada a Vera (Elena Anaya) en su casa. La muerte de su esposa y la supuesta violación de su hija le han convertido en un monstruo. Pero, ¿qué tiene que ver Vera con sus ansias de venganza? Hasta aquí podemos leer: la eficacia del filme depende en exclusiva de una sorpresa que la rompe en dos y que enriquece el juego de espejos que propone Almodóvar. La película que se retuerce alrededor de una combinación de dualidades. Resulta admirable comprobar que el cineasta navega por un mar de géneros y que no se deja amilanar por los cambios de rumbo. Las salidas de tono están felizmente integradas en narración del filme. Almodóvar ha logrado quitarle la piel a la pantalla, dejando que nuestros ojos tropiecen en carne viva con su descarnada tragedia. Y, la verdad, aún escuecen.

 

El detalle
MIIKE, EL ÚLTIMO SAMURÁI

Takashi Miike parece haber atemperado los ánimos, aunque no su ritmo de trabajo. El «enfant terrible» del cine japonés, que puede hacer cinco o seis películas al año, desembarcó en el festival con «Harakiri», «remake» de la cinta homónima de Kobayashi que ganó el Premio del Jurado en Cannes en 1962. Miike corre el riesgo de decepcionar a sus fans, acostumbrados a la extrema violencia de su cine, porque en este filme no hay lugar para las extravagancias de «Icki the Killer». Como demostró en «13 Assassins», admira la obra de sus maestros, y puede convertirse tanto en Kurosawa como en Ozu. Situada en el periodo Edo, en el siglo XVII, cuando los samuráis empezaron a quedarse sin trabajo, siendo condenados a la pobreza y empujados a cometer un suicidio ritual, la película cuenta la trágica historia de un samurái que necesita dinero para salvar su honor y proteger a su familia, y que quema sus naves para conseguirlo. Los 3D añaden bien poco al rigor de la planificación de Miike, que se reserva sus arrebatos violentos para un brutal harakiri y una lucha de «todos contra uno» que abre y cierra un filme extremadamente delicado que deja su verdadero poso emocional en su tristísima segunda parte.