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Los inolvidables de César VIDAL: «Gitanjali»

La Razón
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Con seguridad, la primera noticia que tuve de Rabindranath Tagore se la debí a la televisión de la época. Era en blanco y negro, sólo tenía un canal –el UHF no estaba al alcance de todos– y dependía de una oprobiosa dictadura, sí, eso lo sé, pero se las arreglaron para darnos la mejor programación cultural de la historia de España comenzando con el teatro y continuando con la narrativa, e incluso lograron que criaturas de clase humilde descubrieran a Pirandello, Miller o Molière. Fue mi caso y el de muchos. Por lo que respecta a Tagore, se trató de una representación de «El cartero del rey» que no terminó de interesarme siquiera, porque a mí la India que me atraía era la de «Los tres lanceros bengalíes» o los relatos de Kipling.

Tendría entonces nueve o diez años y no volví a interesarme por Tagore hasta mi segundo año en la universidad. Como me dedicaba a escribir poesía a la chica de la que estaba enamorado –es una costumbre nada original que he conservado durante décadas–, empecé a devorar de manera casi compulsiva el género no tanto en búsqueda de inspiración (esa me sobraba) sino de técnica. Así fue como me reencontré con Tagore. No caigo en el tópico si digo que me faltan palabras para describir lo que el poeta indio significó para mí. La delicadeza, la sencillez, el lirismo y la profundidad aparecían en sus páginas con la misma naturalidad con que la flor expande su fragancia o el sol difunde su luminosidad.

En medio del estudio del Derecho Penal o de los intentos por saber si nos serviría de algo estudiar las Leyes fundamentales del Movimiento con Franco muerto y un Parlamento democrático, yo me dedicaba a devorar los versos de Tagore y, de manera muy especial, su «Gitanjali». Aborrecía que la traducción la hubiera emprendido Zenobia Camprubí, esposa de Juan Ramón Jiménez, y que se sometió de hoz y coz a las disparatadas reglas ortográficas de su cónyuge sembrando la duda en millares de lectores como, por ejemplo, las personas a las que yo prestaba los libros de Tagore. Hace apenas unos días volví a releer «Gitanjali». Aún me chirrió más si cabe aquella ortografía que nadie aceptó, pero, a la vez, me percaté de que su poesía está tan viva como el primer día.