Londres
Sid y Nancy el último sueño inglés
Vivieron al límite lo de la música y las drogas. La muerte violenta de ella y la sobredosis de él ya son leyenda.
John Simon Ritchie sólo tenía sentido como Sid Vicious. Hay vidas que sólo pueden explicarse a través del seudónimo. Todos los hombres tienen dos nombres, aunque la mayoría no lo sepan y ni siquiera encuentren el auténtico, el que los identifica, el que muestra cuál es su verdadero rostro. La persona que llevan por dentro. Simon se rebeló en ese «alter ego» punk dispuesto a tragarse la vida entera en una pastilla. A uno le bautizan sin consultarle, sin preguntarle si está de acuerdo o no con los apellidos que recibe. Es un lugar común eso de que uno nace libre. Lo primero que hace la sociedad es endosarte el pasado familiar. Toda esa retahíla abstracta y afectiva de méritos, defectos y virtudes que arrastran los patronímicos y que es contra lo que se rebela la adolescencia, la juventud, cuando busca respuestas a la identidad. Las personas no somos más que historia, aunque sea historia heredada.
John Simon Ritchie era un «fan», uno aventajado, de los Sex Pistols. Un hijo más de una Inglaterra hastiada, la del «hippismo» desencantado, crisis de los setenta, vidas de extrarradio y ese obreraje en paro. Como Sid Vicious alcanzó el sueño del estrellato y la fama. «¿Dónde están las chicas», preguntó al incorporarse al grupo. No resultó ser un buen músico, o al menos, el mejor de la formación, pero lo que importaba era la actitud, las maneras. Y en eso era más Sex Pistols que ninguno. No era aún el punk de los penachos mohicanos, sino el de los pelos electrificados y alborotados, y ese «Good Save the Queen» que, como comenta Jon Savage, era un corte de mangas, un grandísimo «jódete» a su país «churchelliano» y burgués. «No hay ninguna razón para que no hagas lo que te dé la gana», le enseñó su madre en una didacta extraña, y él se dedicó a prender velas envenenadas a esa santa trinidad, a esa idolatría que son el sexo, las drogas y el rock & roll.
Al conocer a Nancy Spungeon, una prostituta yonki de EE UU, se colgó de ella y de ese «vive rápido y muere joven» que traía de allá. En su compañía encontró la heroína, que era barata y abundante –todo al final es economía, oferta y demanda–, y la senda para acabar con los Sex Pistols. Lo suyo fue un enganchón intenso, pero breve, de viajes, amores y malos rollos, que terminó el día en que él despertó y la encontró muerta con un chuchillo clavado en el abdomen. La policía primero lo encerró y luego lo soltó, en un típico acto de estos chicos. Sid lo celebró con una fiesta, la misma en la que dio con esa aguja que lo reuniría con Nancy. El chaval incómodo, que repudiaban los políticos y los medios, empezó, junto a su pareja, a ser «merchandising», un artículo de consumo, de explotación, porque hoy con los rebeldes y los inconformistas se hace eso, pósters y camisetas. Dee Dee Ramone, al menos, les dedicó «Love Kills».
Un grito inconformista
Aquellos chicos, con sus mensajes anticonsumistas y esa insurgencia de hazlo todo por ti mismo, representaban un desafío para la sociedad británica acomodada en las reglas y las conductas bien. Venían con una estética subversiva que no respetaba ni a los Beatles ni a los Pink Floyd y chillaban lo que nadie quería oír en Londres: «Que empiece la Tercera Guerra Mundial para que nos sintamos vivos de nuevo». Un desprecio hiriente a toda esa generación que todavía recordaba el esfuerzo bélico que se derrochó para derrotar a los nazis, como cuenta «England's Dreaming». Recuperaron la provocación radical contra el bostezo estandarizado. El «sean todo lo que esta sociedad detesta». Fueron rechazados en 1976 y 1977 por casi todo el mundo, pero las bandas de los setenta aglutinaron a su alrededor a los inadaptados, a los hijos sin futuro. Sus nombres todavía relucen hoy.
✕
Accede a tu cuenta para comentar