Constitución

La Cataluña real

La Razón
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El Parlamento de Cataluña acogió ayer un pleno extraordinario sobre el Estatut, en el que los grupos del Tripartito y CiU apenas pudieron ponerse de acuerdo a última hora en presentar como resolución conjunta contra la sentencia del Tribunal Constitucional el preámbulo de la norma estatutaria que define a Cataluña como nación. Sin embargo, el apaño no tapó el desencuentro que quedó patente el día anterior cuando la reunión de estos líderes catalanes fue la expresión de sus diferencias. El desacuerdo entre los avalistas de la norma estatutaria está marcado por el horizonte electoral, del mismo modo que la abrupta toma de posiciones es imposible interpretarla al margen de la cita con las urnas. Del pleno en el Parlament quedó claro que los grupos catalanes insisten, por una u otra vía, en la necesidad de cambiar las reglas de juego con el propósito de que el orden constitucional se adapte al Estatut y no al contrario. Suena a despropósito, porque lo es. José Montilla reclamó una reforma profunda de la Constitución que reconozca la pluralidad nacional de España y las reformas de las leyes necesarias para que el Estatut no se resienta, mientras que CiU aspira a un gran salto adelante soberanista y ERC proclama la ruptura y el independentismo. El objetivo es arañar votos o no perderlos. Montilla es muy libre de entender que lo mejor para los intereses de Cataluña sea realizar una catarsis constitucional, pero abrir ese melón es una temeridad que no compartimos y que nos parece injustificada. La clase política catalana se ha embarcado en un bucle melancólico del que los problemas reales de los ciudadanos –la crisis, el paro, la vivienda, la inseguridad– no forman parte. La verdad es que el Estatut nunca fue una demanda de la ciudadanía ni una inquietud general, sino un proyecto de los políticos para los políticos. Lo cierto es que las prioridades de la ciudadanía son otras y que su concepto de Cataluña y de España tiene poco que ver con el que expresan una parte de esos dirigentes. Los resultados del último barómetro del CIS, publicados ayer, son esclarecedores y confirman la secuencia de otros estudios de opinión. El 65,7 por ciento de los catalanes está orgulloso de ser español, mientras que, cuando se les pregunta qué significa España para ellos, la respuesta mayoritaria es la de que es su país. Tan sólo un ínfimo 7% siente a España como un «Estado ajeno». Ésa es la Cataluña real, la de la calle.

La consecuencia de ello es la desafección de la sociedad catalana hacia sus dirigentes. Es llamativo y censurable cómo los partidos no han dedicado el mínimo esfuerzo a interpretar la creciente abstención en las citas electorales en Cataluña, cuyo máximo exponente fue el referéndum sobre el Estatut, por no citar el de las denominadas consultas soberanistas. Este desapego es peligroso. Las sociedades necesitan políticos responsables y sensatos, que solucionen problemas y no que los creen o los alimenten. Que PSOE y PSC, por ejemplo, hayan pactado hacer una «fuerte acción política» para desarrollar el Estatut no sólo supone desafiar la autoridad del Tribunal Constitucional, sino que es el mensaje de que los intereses partidistas están muy por encima de los de las familias catalanas.