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La revolución cultural por Antonio Cañizares

La Razón
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Nos hallamos insertos en una gran revolución cultural. Los hechos y los signos emergentes, como la punta de un iceberg, son evidentes. Desde hace décadas estamos asistiendo en todo Occidente a una profunda transformación en la manera de pensar, de sentir y de actuar. Se ha producido, y pretendido consolidar una verdadera «revolución» que se asienta en una manera de entender el hombre y el mundo, así como su realización y desarrollo, en la que Dios no cuenta; por tanto, al margen de Él.

El olvido de Dios o el relegarlo a la esfera de lo privado es, a mi juicio, el acontecimiento y «fenómeno» fundamental de estos tiempos; no hay otro más hondo y significativo que se le pueda comparar por la radicalidad de sus consecuencias.

Una cosa es la legítima laicidad, «la laicidad positiva», donde se afirma la autonomía del Estado y de la Iglesia o de las confesiones religiosas, respectivamente; y otra muy distinta, un laicismo radical y excluyente que parece quererse imponer en nuestra sociedad y a ella misma.
Se trata de edificar la ciudad secular, construir la ciudadanía, gobernar los pueblos, crear una sociedad en la que Dios no cuente para ello, enraizando, por eso, en todo y en todos una visión dominante del mundo de las cosas de este mundo, del hombre y de las relaciones humanas y sociales en la cual sólo cuente la capacidad creadora y transformadora del hombre.

Este laicismo –no la laicidad positiva, insisto– no es algo superficial y como un barniz exterior, sino que es un proyecto cultural que va al fondo y conlleva en su entraña erradicar nuestras raíces cristianas más propias y nuestro patrimonio ético y principios morales que nos caracterizan como Occidente, sustituyéndolas por un cientifismo, o por una razón práctico-instrumental y situacional, o por un relativismo ético y moral, que a corto y medio plazo se convierte en la «dictadura del relativismo», conforme a la afortunada expresión de Benedicto XVI.

El relativismo, al no reconocer nada como definitivo, está en el centro de una sociedad y de una cultura carcomida por él, que ha dejado de creer en la verdad y buscarla; en su lugar, duda escépticamente de ella y de la posibilidad de acceder a ella.

En este gran cambio cultural se nos insta a asumir un horizonte de vida y de sentido en que ya nada hay en sí y por sí mismo verdadero, bueno, valioso y justo. Se ha entrado en una mentalidad que niega la posibilidad y realidad de principios estables y universales. No hay ya «derecho», sino derechos que se crean y se «amplían» según la decisión de quienes tienen el poder de legislar.

La realidad misma, que se impone a nosotros, porque es antes que nosotros, y a la tradición, sin la cual no somos, no debería contar en esta nueva mentalidad. Se pierde o se hace olvidar la «memoria» de lo que somos como Occidente dentro de la gran tradición que nos constituye.
En esta mentalidad, sin verdad ni tradición, sin memoria, parece que lo que debería contar es lo que ahora decidamos o decidan otros por mí. Todo depende de la decisión, de la libertad, una libertad omnímoda, porque, en dicha mentalidad, se afirma o parece afirmarse que lo correcto sea decir «la libertad nos hará verdaderos».

Por supuesto, en todo ello, hay una concepción del hombre, que se entiende absolutamente autónomo e independiente, «dueño» de sí y creador, en la que Dios no cuenta, ni puede, ni debería contar, pues nos quitaría nuestra libertad, nuestro espacio vital. Quienes profesan esta mentalidad y tratan de imponerla piensan que hay que apartar a Dios, echarlo fuera del espacio público o de la vida pública o de la edificación de nuestro mundo; y así, tener espacio para ellos mismos.

Pero el que paga todo esto es el hombre, que se quiebra y disuelve en su humanidad más propia.

Para esta revolución cultural –cambio subversivo de la realidad–, hay que intentar cancelar la tradición cristiana de Europa y de todo Occidente, es decir, su visión de persona, el derecho natural, una idea de bien común basada en el reconocimiento de derechos fundamentales y en principios morales comunes y universales, apoyados en la razón. Esta revolución cambia completamente a Europa y a Occidente, que ella ha engendrado y representa. La Europa libre, asentada en la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor, la que, por las raíces cristianas, eleva el vuelo con las dos alas de la razón y de la fe, la que, por esas mismas raíces, ha unido razón y amor, y ha apostado por el hombre; esa misma Europa, por tal revolución cultural, hay que decirlo, al reducirlo todo a la libertad, deja al hombre en la más pura soledad y en el desvalimiento más total, lo somete a la irracionalidad y a la fuerza de los más poderosos, quiebra al hombre; éste pierde su grandeza, y se convierte, al final, en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. El vacío y el nihilismo son casi consecuencias concomitantes y exigencias inevitables de esto.

Pero hay otra gran «revolución cultural», que es la que cambia y transfigura el mundo: la revolución de la verdad que se realiza en el amor, la «revolución de Dios», en feliz expresión del Papa Benedicto XVI ante miles y miles de jóvenes en Colonia.

 

Antonio Cañizares
Cardenal