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La felicidad por Andrés ABERASTURI
Esta preocupación por nuestra felicidad –y más ahora que el estado del bienestar parece que puede hacer aguas– empieza a resultar francamente cargante. No creo que la culpa la tenga, en este caso, la clase médica o los miles de psicólogos que pululan por los medios sino, más bien, los medios mismos, o sea, nosotros, que intentamos hacernos un hueco cercano al ciudadano medio tan equidistante de la inflación subyacente como de Belén Esteban. Queremos parecer serios y por eso nos inventamos los miles de síndromes de nuevo cuño –como este ultimo de la vuelta de vacaciones– o nos entregamos de forma apasionada a preguntar a presuntos expertos cual es el camino de la felicidad. En las librerías de los aeropuertos, una cuartas parte de los títulos que aparecen en primera fila son best-sellers de templarios y esas cosas que ahora están de moda. Pero el grueso se lo llevan los libros llamados de «autoayuda» que lo mismo te prometen encontrar el equilibrio personal que triunfar en los negocios de forma agresiva. Y este asunto es como el de los crecepelos: ya en los primeros anuncios aparecidos en la prensa, ofrecían a los calvos de la época remedios milagrosos y siguen en ello pero ahora con peines láser, lo cual demuestra que nada funciona. Igual pasa con la felicidad y sus derivados: no hay recetas mágicas y sin llegar al optimismo de «La Salve», cuando decía que esto era un valle de lágrimas, nadie ha dicho que ser feliz sea una obligación ni menos aun que la contrariedad y un cierto dolor no nos dignifiquen como seres humanos.
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