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Más allá de la literatura de adultos
BARCELONA- Escribir para niños es lo mismo que escribir para adultos, salvo en un pequeño detalle, si no le gusta, el adulto leerá las cinco primeras páginas antes de dejarlo, aunque sólo sea por cortesía. El niño, sin embargo, si se aburre, lo dejará a la primera. Puede que finja que lee, sobre todo si le has prometido algún premio si sigue con el libro, pero la realidad será que habrá perdido la atención para siempre, las campañas a favor de la lectura se irán a la porra, y el chaval estará pensando en cosas como un mundo sin la letra "p"o en hombres con dedos larguísimos, de dos metros por lo menos, que les chifla meterlo dentro de las narices de sus odiosas profesoras, así, para fastidiar.
La literatura infantil y juvenil, por tanto, no puede desmerecer nunca de la pensada para adultos, pues la exigencia es mayor. Esos locos bajitos, como decía Serrat, saben lo que les gusta y lo quieren ya. No hay tiempo para enseñarles cosas nuevas, por eso no es nunca una literatura experimental. Hay que dejar claro que esto no significa que sea una literatura repetitiva o aburrida. ¡Ni hablar! Es directa, de imaginación descontrolada, y por tanto más libre que la adulta, que está basada en el peso mecánico de la asquerosa ley «causa/efecto» y en la acumulación de información hasta la nausea.
Con perros y con niños
Grandes escritores, que todo el mundo asocia con la literatura para adultos, han probado suerte con los cuentos infantiles y juveniles, para ver si serían capaces, pues algunos no son capaces. Sólo los mejores pueden dar brincos de un lado a otro. Los hay que han dado el paso tantas veces que es difícil diferenciar cuál es juvenil y cual no, como Jack London; los hay que también han dado el salto muchas veces, pero se han cuidado mucho de que los dos bandos sean opuestos, como Roald Dahl, pues nada tiene que ver «Las brujas» con «Mi tío Oswald», por ejemplo. También hay que ya son imposible de diferenciar si son juveniles u adultos, como Stevenson, Arthur Conan Doyle, Mark Twain o Rudyard Kipling. Pero después hay un último grupo que han intentado cruzar la orilla una o dos veces, grandes plumas que, para desgracia de los niños, no se centraron más en ellos.
Entre ellos, los nombres son infinitos, como John Cheever, el llamado Chejov americano, que puso su detallismo sentimental al amparo de los jóvenes o el japonés Haruki Murakami con el excelente relato «El hombre de hielo», que empieza con una frase ya de por sí inquietante: «Me casé con un hombre de hielo». Incluso seres torturados como Fedor Dostoievski, Leon Tolstoi, Alfred Bester o Viginia Woolfe también dejaron sus complejos a un lado para acercarse, aunque sólo fuera por una vez, a los más pequeños,
Dentro de los casos más sobresalientes de este salto mortal sin red es Eudora Welty, una especie de Ana María Matute del sur estadounidense, de personajes tiernos y entrañables e historias en apariencia cotidiana del todo increíbles, que en 1942 escribió su único relato escrito específicamente para niños, «La novia del bandido» (Siruela), que nos remonta al Mississippi de finales del siglo XVIII, cuando indios y colonos formaban un ejército de conflictos a la que no tardaron en sumarse ladrones y forajidos. En la misma estela que los hermanos Grimm, Welty traza un relato a ratos sórdido a ratos tierno que convertirá en lectores a más niños que diez millones de campañas en favor de la lectura.
El lado más fantástico
Otro ejemplo de gran trasvase al mundo infantil es el del divertidísimo James Thurber, que apartó sus alocadas historias de burgueses aburridos de «The New Yorker» para escribir en «Los tres relojes» (Ático de libros) un auténtico hito de la novela fantástica y los reinos mágicos, con castillos fantasmagóricos y príncipes malos. Ático de libros también recuperará en febrero «La maravillosa O», otra genialidad de Thurber.
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