Francia
OPINIÓN: El peso de la palabra
En el realismo del personaje seguido cámara al hombro, en la palabra como transmisora de emoción y duda –a lo largo de esas películas en las que Claude Chabrol indagó en el mundo de la pareja–, se esconde un principio literario afín a la etapa intelectual que vivió la Francia de mediados de siglo XX. Lo introspectivo, lo retórico, lo lingüístico se incorpora al llamado cine de autor, a la vez que se improvisan vías transgresoras para sorprender al público. Surgen así movimientos fílmicos basados en una fuerte teoría detrás que mezclan intelecto y celuloide, tradición asimilada del cine americano, por un lado, y, por el otro, la que proporciona la literatura clásica y contemporánea.
A eso se dedicó Chabrol, en una etapa en la que escritores como Marguerite Duras o Alain Robbe-Grillet también querían subirse a la ola de renovar el cine francés. Ya lo dijo el director y crítico Alexandre Astruc en 1948: «Si el escritor escribe con una pluma o un bolígrafo, el director escribe con la cámara». En el caso de Chabrol, a veces escritura a partir de otras ficciones: adaptaciones de cuentos de Maupassant, de la novela policial de Nicholas Blake «La bestia debe morir», de «Los fantasmas del sombrero» de Georges Simenon, e incluso de «Madame Bovary».
Y así como Flaubert dijo de su heroína: «Madame Bovary ç'est moi», Chabrol y sus colegas de generación –colaboradores de «Cahiers du cinema» y, por tanto, escritores– también podrían afirmar algo parecido sobre sus creaciones: el punto de vista, el tono narrativo, el ritmo, la estructura, elementos puramente literarios, son asimilados por el autor de cine, que firma cada decisión. Igual que un novelista a solas frente a sus personajes, la intriga, el desenlace de unas tramas cuyas imágenes valen tanto como las palabras que las acompañan.
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