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El gran teatro

La Razón
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El fútbol competido por dos grandes equipos es un espectáculo por sí mismo, con independencia de los goles, los fallos, y los pitidos del árbitro. El teatro está en los ánimos. Lucha entre tribus. En sus orígenes, el «foot-ball», era un deporte que practicaba la clase alta española para parecerse a la inglesa, lo cual era una tontería, porque la clase alta inglesa jugaba al rugby o al kricket. A España nos llegó por las minas de Riotinto. En los días de descanso, los ingenieros ingleses jugaban a esa cosa tan rara que hoy se practica en todos los rincones del mundo. Con Miguel De la Quadra-Salcedo, en un claro de la selva del Amazonas, Estado brasileño de Pará, asistí a un gran enfrentamiento entre niños guaraníes. Todos jugaban desnudos excepto los dos capitanes, que lo hacían con una camiseta de la Selección brasileña y otra del Real Madrid.

En la víspera de unos de los últimos partidos entre el Real Madrid y el Atlético vividos por Santiago Bernabéu, éste y su gran amigo Vicente Calderón, hablaron con los periodistas. Calderón era más joven que Bernabéu, y se rompía de risa con las anécdotas de don Santiago. Reveló Bernabéu que los componentes de los dos equipos eran amigos. Que se mataban en el campo, y que terminado el partido «se iban de palomas» y pagaban el pecaminoso desahogo los derrotados.

Soy madridista hasta el páncreas, pero nunca he comprendido la animadversión que sienten muchos atléticos y partidarios del Madrid por el club vecino. Después del Real Madrid, mi equipo es el Atlético –sin olvidar al Racing de Santander–, y sólo cuando contra el Real Madrid juega, no deseo su victoria. Veinte años atrás llevé a Antonio Mingote a un Real Madrid-Atlético. El genio estaba más asombrado por el ambiente que por el juego, que poco o nada le interesaba. Fue el partido en el que Buyo provocó la expulsión de Futre. Cuando se produjo el engaño, le informé a Antonio: «Han expulsado injustamente a Futre, del Atlético»; «¿Cómo lo sabes?», me preguntó con gesto de estupor. «Porque el árbitro le ha mostrado la tarjeta roja». Fue cuando Mingote elogió mi capacidad analítica: «¡Es que tú te fijas en cada cosa!...». Pero al abandonar el Bernabéu, y después de comentar el espectáculo teatral del público, la belleza del escenario verde iluminado y demás componentes de la carpintería teatral, me dijo: «Pero me preocupa la violencia. La he sentido durante todo el partido».

Se puede admitir, como en toda obra de teatro, el desahogo del público, su necesidad de soltar mediante gritos, insultos, gestos tribales e incluso saltos de monos, sus fantasmas interiores. Pero recordando a Bernabéu y Calderón, el uno al lado del otro, compartiendo la antigua y señorial rivalidad entre el Real Madrid y el Atlético –el Aleti–, lamento con desesperanza el triunfo de la violencia. No merece la pena –lo he aprendido con los años–, amargarse la vida por una circunstancia tan poco duradera como es el resultado de un partido de fútbol. Terminado el encuentro, se convierte en un dato estadístico que se olvida con prontitud. Hoy, sábado, Atlético y Real Madrid se enfrentan por enésima vez. Que se oiga el gran teatro y cante el coro del público. Pero sin violencia tribal. Al fin y al cabo, la tribu de Chamartín y la tribu del Manzanares pertenecen al mismo territorio, el mismo barrio y el mismo portal. Son partes de la misma tribu. A unos les gusta adornarse de blacos y morados y a otros de blancos y colorados. Se juega, se gana, se pierde y a casa. Lo de «irse de palomas» tampoco es necesario.